Rubalcaba, el 11M, y la embestida de la bestia

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Los secretos de Estado pueden acabar dejando de ser secreto, y dejando de ser de Estado. Es entonces cuando esa ficción a la que llamamos administración, se convierte en cloaca,  quedando en cueros ante una desbocada y desencajada opinión pública, dejando que los más lúgubres asuntos , de inmensa envergadura, se filtren tal cuál humedad, en los cimientos de la sociedad, provocando la proyección de una sospecha paralela a la verdad oficial. Cobra entonces la obscuridad más potencia lumínica que los resortes periodísticos propios afines al sistema, desembocando ,a la sazón, en una “verdad no oficial”, que no obstante, acaba siendo más oficial que la verdad vertida en los medios. Y entonces, multiplicada la sospecha por millones de conciencias que ya no comulgan con el fallo judicial,  se genera de forma espontánea la subterránea versión. Esa subterránea versión que recorre todos los sumideros de la ciudad, hasta que, bajo una inesperada y ensordecedora tormenta, hace brotar todas las aguas por encima del relieve del asfalto,  saltando todas las alcantarillas y cloacas del Estado por los aires. Y entonces, inmarcesible ,  surge la leyenda. 

Eso, o quizás no, es lo que ocurrió en aquella coordenadas, en aquél punto de inflexión de unos trenes que cambiarían ya sin vuelta atrás , no ya la historia de España (que también), sino, y mucho peor,  la sociología de un pueblo que a partir de aquél espacio-tiempo, se sumergiría en la paranoia constante de vivir en la mentira. En la paranoica convicción de que en aquellos trenes murieron no sólo 192 seres humanos, sino además ya toda posibilidad de revertir la caía libre al precipicio de la indecencia a la que España, parecía ya , y sin remedio , precipitarse. 

Y contra la asfixiante brisa de ese desierto de incertidumbre en el que , miles de anónimas conciencias rastreaban la verdad no oficial en busca de un oasis que calmase, tal cual efecto placebo, su sed de justicia, aparecía el nombre de un hombre, al que una nada desdeñable parte de ese pueblo roji-gualdo,  insinuaría como, de alguna subrepticia forma, vinculado a ese giro de timón en el océano de la historia. Se trataba de Alfredo Pérez Rubalcaba , un ingeniero químico, con aspecto débil y más bien de escuálido atractivo, que se convertiría durante mucho tiempo, en el principal protagonista de la extendida sospecha. En el imperceptible rugido de los raíles. 

Pero las sospechas, sospechas son, y si no van precedidas de un sostén procesal y probatorio, que además sea arbitrado por un juez, son entonces solo una ilusión, sólo un delirio que sirve de barniz a millones de almas en pena que, en las postrimerias de una década, adornarán el futuro a modo de leyenda de bar con la que consolarse frente a la barra. Una barra de bar como único interlocutor en el que retumbarán los ecos de los bramidos de las cloacas del Estado. Sin embargo, ésta es de esas leyendas que trasciende el tiempo, todos los tiempos, con mucha mayor fuerza que con la que nacieron, y que tras la muerte del químico y profesor de universidad, han crecido a modo de universo inflacionario, exigiendo todavía parte del pueblo español, y con más fuerza que nunca,  la verdadera explicación de aquella masacre, y sobre todo, la identidad de su verdadero autor. 

Quizás algún día se sepa la verdad, o quizás nunca. O quizás la verdad es la que ya fue como fallo judicial, y simplemente la indeleble herida abierta al toro bravo , le impida aceptar otra verdad que no sea la leyenda. Sea como fuere, el caso es que la muerte de Rubalcaba ha abierto de nuevo la caja de pandora, y los fantasmas siguen todavía afligidos sin poder cruzar la puerta del infierno o del cielo. Se hallan todavía , y seguramente por la eternidad, en el limbo, a la espera de una respuesta que nunca obtendrán. Y mientras tanto, aquellos secretos que pudieran atormentar, o no, a Rubalcaba, por miedo a ser descubiertos, han sido desintegrados en la nada, en el vacío del cosmos, en la eternidad de la inexistencia, para que ya nadie pueda saber que hubo o no cierto en ellos. 

Anhela el pueblo español , ahora como entonces, que se esclarezca la verdad, que se sepa. Y ante la muerte del químico, se lanzan  tal cuál buitre a la carroña, devorando los restos del cadáver aún yacente, creyendo que con ello obtendrán la justica que supusieron falsa en aquellos fallos judiciales nacidos de entre los escombros. Y ante la intensidad del impacto de ese ictus que todo lo desmorona, ante ese mortífero ictus que todo secreto volatiliza, ruegan a la justicia divina para que castigue ad eternum a quien suponen un protagonismo inexistente en la verdad oficial. 

Pero como siempre, España pierde, por cobardía o comodidad , todas sus oportunidades, y con la muerte de sus protagonistas, fenecen también sus secretos. Y si el toro bravo español, quizás no tan bravo,  no fue capaz de reventar las calles para exigir la verdad  (cosa que la izquierda, equivocadamente o no , siempre hace), aún menos esfuerzo hará la infinitud de la inexistencia, por recomponer las pieza de un puzle que ha sido desintegrado, por toda la eternidad,  en la nada. 

No sirve ahora de nada llorar con lágrimas de desesperación, exclamando en el desierto por una justicia togada en la que no creemos,  cuando en su momento anduvimos mansos y sumisos ante la embestida de la bestia. La justicia, o es justicia en el presente, o no es nada. Y si en el presente no es justicia,  es entonces una quimera en la mente de quienes sueñan con una justicia divina.

 

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