La penúltima ha sido cambiar un cuartel por unos votos al PNV y nombrar a un aprendiz de Pijoaparte asesor en materia fiscal madrileña, pero no se sorprendan que habrá más. Son tan ellos, tan idénticos a sí mismos, que el vivaz salto de mata de sus ocurrencias queda oscurecido por lo previsible del próximo disparate, sea el que sea. Como el tonto del pueblo —con mis disculpas a todos los tontos del pueblo de la patria—: no se sabe qué hará, por qué vainas saldrá, pero seguro que su obra es digna del protagonista. Cierto, son previsibles hasta aburrir. Son aburridos.
Aburren, y no sólo un rato. Aburren todo el tiempo y con intención no disimulada de aburrirnos de por vida. Son lo peor que se puede ser en este mundo: pesados como una vaca en brazos y cargantes como el sacristán de la petaca. Son así, puede que la genética moldease su índole o que la historia, por razones del karma y la simetría, los haya condenado a una cruel fosilización, un estado ambarino del que les resulta imposible escapar y en el que parecen tener por único consuelo contagiar a las masas la enfermedad acartonante, el moho del desván y los tufos a naftalina soviética que respiran. En serio, son ellos y son así: ruginosos cual polvorones en agosto, intensos como aceite pasado de fecha, tenaces como un perrillo ante unas faldas, recurrentes como un lazi con nómina de funcionario en el departamento de normalización lingüística de la Generalitat. Son la España del reciclaje que quema contenedores de basura reciclada, la que exige hipotecas baratas y okupa viviendas sociales, la que revienta cajeros automáticos y exige una banca justa, la de esa memoria histórica que mantiene vivo a
Aburren, y no sólo un rato. Aburren todo el tiempo y con intención no disimulada de aburrirnos de por vida...
Franco y olvidada a ETA, la que pide dignidad para los muertos en el 36 y ríe la vejación de las víctimas del terrorismo actual. Son la España —porque son españoles, en versión trabuquera pero españoles— alarmada por el calentamiento global y empeñada en envenenar el ambiente con miasmas geriátricas de odios paleotestamentarios. Son nativos de la frustración, la impotencia injuriante y los celos desmelenados. Son cansinos, antiguos, mausoleicos, a veces risibles como yeyés de Cine de Barrio, a menudo pomposos como tiranuelos bananeros cargados de medallas. Son la España enamorada del diseño que lleva a sus hijos con flequillo batasuno, del feminismo moscorrofio que odia la femineidad, de la sanidad pública universal aunque cliente de Quirón al primer resfriado, de la educación en igualdad para todos menos para quienes puedan pagarse dos o tres másteres en Oxford; la España que canta en las ventanas y esconde a sus muertos para no estropear aún más las estadísticas de la pandemia, la del esfuerzo y el mérito que descarga tesis doctorales de Wikipedia, de la equidad fiscal con ahorrillos en cualquier lejana SICAV, de Madrid Central incontaminado con siete coches oficiales para cada asesor de cada ministro, cada coche con su tubo de escape y cada asesor con lo suyo y de nadie más.
Son lo que son y nada va a cambiarlos. En cierto modo son eternos, como los fríos que llegaron tras el sepelio de Stalin y el olor a rancio empercudido en los viejos chaquetones de la Stasi; como aquellas resacas míticas, subsiguientes a las cogorzas que se agarraba Sartre con los oficiales de Wehrmtach en el París ocupado; como el vino que tuvo Asunción y que ahora ellos beben mientras el pueblo guarda cola en Cáritas. Son lo más y lo peor y lo más tedioso del mundo: “el socialismo o muerte”, sin piedad por la redundancia. Al final lo conseguirán, aunque sea de aburrimiento. A la muerte me refiero. Lo conseguirán.
Son el destino y quieren ser nuestro futuro. Son nuestro gobierno, y nosotros el oasis de tedio en el desierto de horror que nos tienen preparado.
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