La realidad es incierta porque la observamos y la interpretamos. Nada produce más desazón que pensar una naturaleza absolutamente objetiva, sujeta inapelablemente a las leyes de la física, exacta y fatal en el sinsentido de ser sin la presencia externa de la conciencia capaz de percibirla y, en la medida de sus posibilidades, explicarla. El ruido del árbol que se desploma en el bosque sin testigos que escuchen la onda sonora no constituye una rareza por la presencia-objetividad del fenómeno acústico sino por la ausencia de observador que lo verifique y le otorgue pleno sentido: un hecho conforme al orden de las cosas. Vivimos, por tanto, inmersos en la permanente contradicción de una dualidad necesaria aunque conformada por elementos opuestos: el no-sentido de una realidad sin conciencia y la incapacidad de la conciencia para aprehender dicha realidad sin modificarla y, por tanto, subjetivizarla.
Las ciencias teóricas y también las descriptivas y de medición detallan lo real fáctico y sus leyes, mas verifican su propósito desde la pretensión humana de conocer la regularidad del cosmos y, fatídicamente, desde la humana convicción sobre la “impenetrabilidad” de las causas. La pregunta filosófica por antonomasia, “¿Por qué existe todo y no existe nada?” es en última instancia tan absurda como el absurdo de la nada. Con lo cual, sin apenas darnos cuenta y casi sin proponérnoslo, llegamos al último latido de renuncia existencialista: el absurdo ante nosotros.
Desde este punto de partida —porque no hay otro—, algunos psicoanalistas proponen “la ilusión por el mundo” como espacio común de apoyo entre humanos ateridos ante lo incomprensible universal. Desde tal perspectiva, dicen, la depresión clínica sería un estado más o menos natural de lucidez ante la ausencia de verdadero significado de todo; una coherencia lógica desprovista de lenitivos sentimentales que habría alcanzado y “contaminado” el núcleo emocional del individuo portador de esa afección. La química del cerebro, por otra parte, garantiza a los “sanos” la producción constante de sustancias anti-paradójicas que nos eviten el estupor ante lo real y la demolición de la voluntad de vivir en este plano de lo fáctico, donde, por enunciarlo con rigor, no sabemos a ciencia cierta si vivimos o somos calderoniamente soñados por otro/s.
Las utopías, los paraísos y los mundos ideales perfectos no sólo no existen sino que requieren una condición fácilmente deducible de su enunciado: contradecir y exterminar las utopías opuestas...
La ilusión por el mundo es nuestro único refugio confortable, le otorgamos una potestad absoluta y concedemos a cada uno de sus postulados el rango máximo de la civilizada consideración humana: la libertad, el amor, la justicia, la belleza... ¡Cuánto nos cuesta aceptar un mundo —cosmos—, sin la virtud organizadora de aquellos principios cuasisagrados! A la postre, el mundo deviene en construcción cultural y sentimental, y no transigimos con el cuestionamiento de tales supra-valores porque su refutación entraña una demoledora impugnación de lo único sólido a lo que podemos asirnos en la infinita marea de lo real no consciente que determina nuestro tránsito vital. Por eso tememos a la muerte y lloramos a los fallecidos, porque morir establece una escisión definitiva entre la posibilidad de sentido y la entrega —más bien derrota— ante esa implacable objetividad de lo real que nos transfigura en pura materia sujeta a leyes conocidas y orígenes y destino del todo incomprensibles. La pérdida es causa de una tremenda ruptura en el ámbito improfanable de la ilusión por el mundo en quienes quedan a este lado de la existencia, y somete al extinguido a las leyes sin compasión de la química y la física y nada más.
Naturalmente, la religión es un consuelo de urgencia —muy bien estructurado desde el punto de vista psicológico y sentimental aunque no muy bien argumentado—, ante el clamor de lo contingente que afecta a todo proyecto individual de existencia. Sólo la ilusión por el mundo nos redime con una proposición aceptable, serenamente perspicaz, para el más acá, que es el único territorio conocido al que no tememos. Ahora bien, ese constructo cultural-subjetivo al que llamamos mundo precisa, a su vez, resolver el imperativo de trascendencia del hecho humano, tanto individual como colectivo. La “otra vida” religiosa son “las generaciones futuras” para el no creyente; es la pervivencia del ADN para los descreídos más resignados y entregados a la esperanza de la ciencia; es la “memoria” compartida entre quienes reverencian la importancia de otras vidas y hechos ajenos aunque decisivos para trazar los rasgos esenciales del presente. En suma, la ilusión por el mundo como arquitectura cultural nos protege de la presunción de irrelevancia, del no-sentido, pero nos aboca a una compacta convicción sobre ese mismo mundo; lo que se traduce, tarde o temprano, no sólo en la exigencia de mantener nuestra visión del mundo sino de defenderla ante concepciones contrapuestas, a menudo adversarias; incluso de aniquilar al enemigo ético-cultural, destruir las bases teóricas de su discurso y revertirlo hasta hacerlo imposible; no por absurdo —en el fondo todo responde a la obligación que nos imponemos de escapar del absurdo—, sino por inconveniente.
De todo lo anterior parece seguirse la importancia de no convertir la ilusión por el mundo en utopías fuera del mundo, instaladas únicamente en nuestras cabezas. Las utopías, los paraísos y los mundos ideales perfectos no sólo no existen sino que requieren una condición fácilmente deducible de su enunciado: contradecir y exterminar las utopías opuestas, pues va de suyo que no puede haber más que un mundo ideal; y que su opuesto, por bien descrito que parezca, ha de ser sin remedio el anti-ideal; y combatirlo, un imperativo moral. Así considerada la cuestión, no habría nada más ilógico y estéril que debatir sobre ideales —utopías—, a menos que los elementos fundamentales de esos ideales estuvieran ya contenidos en la realidad presente, legada por el pasado y necesitada de desarrollo futuro. De ahí la necedad de las impugnaciones definitivas a la completitud de la realidad efectiva; de ahí la vaciedad de los discursos políticos redentoristas; de ahí la peligrosidad de las propuestas de construir un mundo nuevo con las ruinas de ese mismo mundo previamente asolado. No existe en la historia humana un visionario libertador, con una ilusión por el mundo absoluta, que no haya acabado ejerciendo de lo que en el fondo siempre fue: un gran tirano.
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