Difícil, ambiciosa tarea la que se ha marcado Francisco José Fernández-Cruz Sequera (Madrid, 1963), apoyado por una editorial modesta y valiente como EAS: sacar de imprenta dos ensayos en los que, desde distinta perspectiva, desmonta los encajes ideológicos del ultra-liberalismo económico que vive, reina y somete a occidente (en especial Europa), al tiempo que analiza la concreción inmediata de esa filosofía y política del beneficio financiero como valor principal de la existencia, aplicada en España durante los últimos años por el gobierno del PP. Aunque no sólo del PP es la responsabilidad histórica: Rajoy y sus ministros siguieron la línea de supuesta austeridad y entrega a los poderes económicos iniciada por Zapatero, y antes por Aznar, y antes por Felipe…
Hablamos por tanto de dos libros. En el primero de ellos, “Ayn Rand y Leo Straus, el capitalismo, sus dioses y tiranos”, se aborda la cuestión en su núcleo ideológico, a través de una crítica sistemática del pensamiento de aquellos autores mencionados; en el segundo, “Crónicas del austericidio”, se va de lo teórico a lo práctico, se analiza cómo los poderes públicos han priorizado absolutamente el pago del déficit estatal a cualquier otra iniciativa en favor de la prosperidad de la ciudadanía; un déficit invadido, contaminado y asfixiado por los réditos e intereses que benefician a la banca internacional y demás potestades económicas que actúan impunemente en todo el planeta. Por supuesto, en ese déficit desmesurado se incluyen las ingentes cantidades de dinero “invertidas” en rescatar nuestro sistema bancario a partir de 2008, cuando algunas entidades privadas y, sobre todo, las cajas de ahorros, gestionadas por políticos y burócratas a su servicio, fueron vilmente saqueadas para sufragar la orgía de despilfarro que embadurnó con miles de millones de euros a los partidos mejor colocados en las instituciones “democráticas”, sus allegados, socios, canonjiados y demás apegados.
Mi impresión como lector, tras la experiencia de estos dos libros que se devoran cada uno en un buen rato, es que por mera lógica y por la misma naturaleza del asunto se podría hablar del mismo durante horas y horas, o escribir páginas y más páginas, o sencillamente, para no caer en la prolijidad o sobreabundancia de información, directamente recomendar la lectura de ambas obras y, como suele decirse, que cada cual saque sus conclusiones. Sin embargo, hay un aspecto de la cuestión que me seduce y que no puedo soslayar: la presencia en este debate de la figura de Ayn Rand, seudónimo de Alisa Zinovievna Rosenbaum (San Petersburgo, 1905; Nueva York, 1982), una autora, novelista y ensayista que en su momento obtuvo un éxito inmenso, sobre todo en los Estados Unidos, y que en la actualidad continua teniendo fervientes seguidores, quienes la consideran una especie de dama santa, visionaria, femenina profeta de la libertad y la modernidad. Nuestro autor, Francisco José Fernández-Cruz Sequera, la califica de “ser malvado y execrable”. Esto hay que explicarlo más despacio.
Ayn Rand, fugitiva de los horrores del comunismo, ya afincada en los Estados Unidos, comenzó su carrera literaria escribiendo algunos guiones para Hollywood. Cuando se vio introducida en “el mundillo”, tuvo apoyos suficientes para publicar su famosa novela “El manantial” (“Uno contra todos” en USA), obra que unos años más tarde trasladaría King Vidor al cine, firmando una película bastante bien montada y muy pintoresca. El éxito del film es más explicable que el de la novela, pues a fin de cuentas Gary Cooper en el papel protagonista siempre era una garantía, aunque estuviera demasiado mayor para interpretar el personaje del joven arquitecto, rabiosamente individualista, que se enfrenta al mundo, a pecho descubierto, con tal de mantener sus más improfanables principios y su amor a la libertad.
Por qué la novela hizo famosa a Ayn Rand, parece también evidente: en tiempos de plena guerra fría, cuando el enemigo exterior de los Estados Unidos eran la Unión Soviética, el comunismo y el pensamiento colectivista, este alegato “libertario” estaba destinado a triunfar a poco esmero que pusiesen los editores en la tarea. La sociedad estadounidense, en 1943 (año de publicación de la novela), asumía con toda naturalidad el ideario compartido del anticomunismo, si bien aquella posición y convencimiento, digamos, viscerales, no tenían una teorización sistemática. El anticomunismo norteamericano era sobre todo de raíz conservadora (más bien ultraconservadora), de carácter religioso-patriótico. La propuesta de Ayn Rand, en aquellos tiempos, resultó novedosa y rompedora. El suyo es un clamor anticomunista fundamentado en “la modernidad”, la libertad, el individualismo, el objetivismo científico y social; en definitiva: el progreso. La tesis de “El manantial” es que las masas, siempre adocenadas, siempre sin criterio relevante, siempre manipulables, frenan el desarrollo de las sociedades, el progreso científico, el avance de las ideas, la libertad del individuo; esta dinámica sólo puede superarse gracias al tesón e integridad de personas concretas que destacan del rebaño gregarista por su talento y capacidad de desarrollar ideas novedosas (geniales incluso), las cuales, a la postre, los beneficiarán tanto a ellos como al conjunto de sus contemporáneos.
La tesis de Ayn Rand podría reputarse correcta (o casi), si no fuese por la trampa de fondo que oculta aquel planteamiento: de la denostación del comunismo y la reivindicación de la libertad creadora e innovadora del individuo, se deduce la inevitabilidad del puro capitalismo ultraliberal como único sistema “natural”, ajustado a la condición profunda del ser humano y a la realidad de las sociedades. No hay términos alternativos: o Stalin o la escuela de Chicago. El autor señala a Aynd Rand como “la mano izquierda” del capitalismo, el capitalismo “progresista”, mientras que Leo Straus sería la otra cara, el neoconservadurismo a macha martillo. Ambas tendencias, sin embargo, trasladan el mismo mensaje: las sociedades son un rejuntado de individuos sin más ambición en la vida que acumular bienes materiales (o sobrevivir, allá cada cual con su suerte), reproducirse, durar todo el tiempo posible y morir con el seguro de decesos puesto al día.
Curiosamente, paradójica o quizás cruelmente, esta ideología de la absoluta libertad entraña la muerte del espíritu humano, lo más noble de nuestro ser, la pasión por la vida, la belleza y la dignidad. La libertad ensalzada por Ayn Rand es la del proletario que vende, libremente, su fuerza de trabajo para darse el lujo de comer todos los días y, por tanto, ser libre de no morir de hambre. Eso sí: los grandes creadores, artistas, científicos, bla, bla, bla, tendrán oportunidad de vivir vidas más plenas, al desarrollar sus anhelos en niveles muy por encima de la grisura de las masas. He escrito muy conscientemente lo de “bla, bla, bla” porque al final, en el paraíso capitalista de Ayn Rand y su “Uno contra todos”, los únicos verdaderamente libres son los dueños del dinero, la oligarquía mundial que controla las finanzas de Nueva York a Tokio, de Pekín a Buenos Aires pasando por Moscú. De esa realidad nunca se acordó aquel “ser execrable y malvado” del que con tanta profusión nos ilustra Francisco José Fernández-Cruz Sequera en su libro.
No voy a extenderme más. Hay ideas, muchas, en estas dos obras sistemáticamente críticas con el sistema. Hay referencias a otros teóricos, así como a obras “de culto” para los nuevos propagandistas del “libertarismo” capitalista; “La rebelión de Atlas”, de la misma Ayn Rand, tuvo un peso e influencia aún mayores que “El manantial”; mas debo reconocer que jamás sentí la menor tentación de leer ese tocho. Todas las opiniones sobre el mismo que he recibido provienen de la lectura de “El capitalismo, sus dioses y tiranos”. No me gusta hablar de oídas.
Por lo demás, recomendaría con entusiasmo estas dos lecturas a aquellas personas que crean, honestamente, que es posible construir una alternativa real, universal, al mundo globalizado de “trabaja, consume y muere” que nos ha tocado vivir. Alternativa que quizás nunca llegue a plasmarse en hechos notables, tal vez ni siquiera apreciables; pero, qué más da: en el camino, quienes hayamos anhelado esta utopía habremos sido libres, y como personas libres y dignas moriremos. Y eso es lo que importa.