El otro día fui al centro de salud del barrio sevillano donde vivo tras unos años de residencia lejos de Andalucía. El doctor introdujo mi tarjeta en el sistema informático y en cuestión de segundos cargó en el chip mi historial médico -incluido el Testamento de Últimas Voluntades Vitales -, el tratamiento e instrucciones al paciente y toda la información necesaria para que poco más tarde, en la farmacia, supiesen qué medicinas dispensarme y con qué frecuencia, hasta dentro de un año si no empeoro o me agarra otra gripe filipina, circunstancia que evitaré por todos los medios legítimos a mi alcance.
De cháchara en la botica -entre hablador que es uno y locuaces que suelen manifestarse los sevillanos, pueden figurarse el palique -, me enteré de que la misma tarjeta sanitaria sirve para transportar en el bolsillo, primorosamente almacenada en su chip dorado, toda la información fiscal y laboral del usuario. Ante mi admiración por estas insólitas modernidades, uno de los contertulios me preguntó dónde había estado metido todo este tiempo, de dónde salía, en qué andurrial de España, por Dios, no existe aún la atención administrativa centralizada mediante el uso electrónico de una tarjeta de plástico. Mi respuesta dejó atónita a la concurrencia: "De Cataluña vengo".
Hace unos años era la vanguardia. Hoy, Catalunya es un desastre. En este país concebido por un puñado de familias, notables en su abolengo vernáculo, para ser territorio idílico de una ciudadanía absorta en el mito de la identidad, los servicios públicos funcionan al mismo nivel que en Macedonia, por poner un ejemplo. La demora en citas para el medico de asistencia primaria alcanza la media de doce días (o sea, que si tienes un resfriado te curas y si ataca grave la dolama, la palmas); de los transportes de cercanías y lejanías, metro, autobuses y demás, tienen ustedes sobrada noticia; las autovías se colapsan en verano y primavera, se atascan en la temporada otoño-invierno y se inundan en toda época y en cuanto caen las cuatro gotas de rigor; la alternativa de las autopistas está muy en armonía con el espíritu de propiedad de la tierra que distingue a los amos del cotarro: ir de Castelldefels a Sitges cuesta seis euros, y para excursiones más largas (Tarragona, Andorra y similares), conviene hacer una visita previa al director de nuestra sucursal bancaria y solicitar un préstamo personal o una VISA CEPSA, muy útil en los peajes; el aeropuerto del Prat es una megaestación de autobuses baratos donde el verbo esperar y la palabra retraso adquieren una dimensión casi bíblica, semejante a las parábolas del santo paciente y el eremita que alimentaba su alma de tiempo perdido; el servicio de correos es como el reparto de butano, llega una vez al mes y lo aprovechas si hay suerte. No exagero ni cuento la feria tal como me ha ido en ella, me limito a exponer lo que todos los días puede leerse en la prensa catalana, incluida la más afecta al régimen oficial nacionalista. Porque según estas publicaciones, conformes al criterio de la Generalitat y al ideario obligatorio para todo buen catalán, la culpa de este caos, evidentemente, la tiene España.
No les falta razón, según su lógica. Lo que les falta es lógica. Lamentan que los sucesivos gobiernos españoles nunca hayan caído en la cuenta de que su primerísima obligación era atender con urgencia, a matacaballo, todas y cada una de las necesidades de esta comunidad, dejando el resto de los asuntos del Estado y el destino de las demás autonomías al albur del "Dios proveerá". Si unimos a esta circunstancia el hecho evidente de que los padres fundadores concibieron el edén como "un país pequeño y bien administrado", sin caer en la cuenta de que la propia dinámica de los tiempos iba a desbordarlos con dos millones de desconsiderados inmigrantes, los cuales exigen trenes y asiento en el autobús y encima no hablan catalán los muy desagradecidos, nos haremos una idea de cómo funciona este ámbito surrealista donde la calle y la vida eclosionan en plena vorágine megapolitana mientras que los políticos y los medios de comunicación viven ensimismados en su propio belén: la realidad considerada como extensión necesaria de la masía.
Mas no hay cuita. Los dirigentes nacionalistas tienen solución o en su defecto queja para todo. La que otrora fuese moderada aunque sobradamente quisquillosa CyU, se mueve cada día un poco más hacia las soluciones tipo Ibarretxe: "España nos maltrata, nosotros no nos fiamos de España y tarde o temprano plantearemos la independencia en duro y puro rigor". Es la huida sin marcha atrás, la famosa quema de naves. El proyecto político nacionalista en desarrollo con el Estado de las autonomías, paladinamente fracasado, no busca la razón de su debacle en el histórico malentendido, la pretensión de ejercer doble soberanía en los territorios y las personas y seguir llamándose demócratas y encima, para mayor absurdo, parte del "Estado español". Rompen la baraja, como poco esbozan el gesto. Amenazan con convertir a Cataluña en algo parecido al País Vasco, sin actividad terrorista pero con "kale borroka". O eso o España les soluciona la papeleta y les da todo cuando piden, lo que tenían y han gastado en bailes populares, lo que no tienen y ya está dilapidado y lo que nunca tendrán. En caso contrario ya saben a qué atenerse los insensibles, altaneros españoles. Venganza catalana te alcance. Aunque dicha venganza apareje al afrentado la herida que se agazapa en los páramos del gran desierto, la más turbia dolencia. La nada.