Los nacionalistas madrileños se piensan que sólo ellos son españoles. En su conformación mental, la península ibérica la forman “Madriz”, las díscolas colonias portuguesa y gibraltareña, y yerma tierra provinciana sin derecho a expresarse.
Así nos sentimos quienes tenemos nuestras lenguas propias y son denigradas continuamente hasta por cercanos camaradas; cuando casi todos los periodistas de la “capital” se refieren al Reino de Valencia con el vejatorio “Levante” (siendo el verdadero Levante español Cataluña, ¡o Menorca!), quitándonos el nombre y faltándonos al respeto; o cuando se lanzan pestes de las comunidades autónomas, como si a nada tuviéramos derecho y sólo fuéramos a Madrid a chupar (en el caso de Valencia, por ejemplo, se nos concede menos de lo que aportamos a las arcas comunes).
En tal clima, se crían los nacionalistas de otras zonas del Estado. Su esquema es: si sólo servimos para pagar impuestos, si el gallego o el asturiano no son lenguas españolas, si la historia de nuestros reinos o principados no son historia de relieve, sino de segunda división, ¿estamos haciendo el tonto llamándonos españoles? o, aún peor, ¿por qué denominarnos españoles si para serlo hemos de convertirnos en madrileños de extrarradio?
Los nacionalistas madrileños deberían reflexionar sobre cuánto ha influido su despotismo y sus ínfulas de superioridad en el actual estado de cosas (nacionalismos decantados al independentismo, etc.). No se puede ir por España con talante perdonavidas, mirando a todo el mundo por encima del hombro, o dictaminando si puedo escribir en gallego o en valenciano lo que me dé la real gana. A lo mejor, incluso se daban cuenta de que no hay antiespañolismo en España, sino antinacionalismo madrileño, y que el eslogan “Si España fuera un donuts, Madrid no existiría” dice mucho de ese sentir, quiérase o no, español.
Habría de darnos miedo a todos el centralismo madrileño excluyente y prepotente (a los primeros, a los madrileños), tan lejos de la conformación plural de la capital de España, del clima de gratísima cordialidad que se vive en la sociedad, y del hecho de sentirse en ella como en casa.
Porque no hemos de olvidar la sabiduría del pueblo: “Quien siembra vientos, recoge tempestades”.