Los hispanistas de Calcuta

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Pocas veces he visto en un país exótico, de esos que se sueñan desde la infancia, tanto entusiasmo por la lengua castellana como el que presencié en la ciudad de Calcuta, en Bengala, la tierra antípoda del Premio Nobel Rabindranath Tagore y del poeta Jibanananda Das. Jóvenes y adultos alumnos de la escuela popular de idiomas Ramakrishna Mission, dirigidos por su maestro Dibyajoti Mukhopadiay, estudian con tanta aplicación la lengua de Cervantes que uno se los cruza por todas partes y encuentra en ellos la simpatía por ese lejano continente americano y su madre patria que ellos conocen por El Quijote, Pablo Neruda, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez y consideran muy cercano al suyo por las viejas gestas de independencia y las revoluciones incesantes. 
     Porque así como nosotros soñamos desde la infancia con esas tierras lejanas de fakires, pacifistas encantadores de serpientes y enormes elefantes en medio de inmensos ríos, selvas y montañas, ellos a su vez deliran cuando escuchan la palabra América Latina, que les trae imágenes y sonidos felices de costas, deltas y playas donde se practican danzas aborígenes y se saborean platos humeantes y bellos como los que ellos suelen comer a ras de tierra, acuclillados alrededor del fuego o a la sombra de un frondoso árbol. Para los bengalíes el continente latinoamericano es una tierra en movimiento, rebelde, poblada por imágenes de insurrectos míticos como Bolívar, Zapata o el Che Guevara, cuyos retratos pueden encontrarse con facilidad en las oficinas discretas de los académicos de las universidades o los miembros de las cofradías literarias que abundan en la inmensa y calurosa urbe. Pero el continente americano es además para ellos una tierra idílica de interminables playas donde la gente baila al ritmo de las músicas tropicales en una fiesta sin fin, donde se bebe, se come y se goza a pesar de la pobreza, las invasiones, las catástrofes naturales y las guerras.   
   Calcuta fue capital del Imperio Britanico y durante siglos sitio de llegada y salida de mercancías y seres humanos que pululaban en el delta del Hoogly, por lo que se alcanza a vislumbrar en sus ruinas el antiguo espendor devorado por la vegetación, el calor, la humedad y el bullicio alegre de las aves. No es extraño ver florecer en los muros de las viejas edificaciones del siglo XVIII, ahí donde echan raíces arbustos que le dan a esos perfiles de piedra los aires de un gran sueño surrealista. Como todavía no ha llegado allí del todo ese denominado "progreso" arrasador de Occidente que incita a consumir de manera desbordada lo innecesario y lo plástico, la gente todavía vive como como tal vez se vivía en América Latina en los tiempos de leyenda de los poetas modernistas como Rubén Darío, Santos Chocano y Amado Nervo: con unas cuantas mudas un poco desleídas, sandalias, pantalón amplio de algodón y la alegría de apreciar la naturaleza y las cosas simples junto al sonido de las guitarras, las arpas y los tambores en espera de cursis cartas de amor. Todo tiene ese delicioso aire provinciano de la regiones que estaban aisladas unas de otras por días y semanas de viaje a caballo, a pie o en embarcaciones que debían abrirse camino entre Victorias Regias.
     Las artes literarias se viven allí como una necesidad y los libros circulan en ediciones modestas de mano en mano, de manera que ellos pueden pasar horas leyendo poesía entre amigos al calor de unos cuantos tés, sin sufrir demasiado por los estragos el tiempo o el veneno arribista de la destructora fama o la competencia. La poesía es tan necesaria para ellos como respirar u observar un árbol. El máximo sueño para muchos de los habitantes de Bengala es llegar algún día a la ancianidad como Ramakrishna, Vivekananda, Tagore o alguno de esos sabios de luengas barbas, en medio del afecto de los suyos, con la serena mirada de quien ha vivido todas las batallas y las dificultades como pruebas y retorna finalmente a la estancia de los ancestros, en silencio, con todas las palabras grabadas y selladas en los iris de ojos iluminados. Así debía ser también en esa vieja América Latina que ya no existe, pues ha sido devorada por los rascacielos o las avenidas del progreso y el dinero y por una literatura que pelea por exhibirse en los supermercados en vez de habitar corazones. 
     Todos esos hispanistas jóvenes y viejos que crucé en esa ciudad pronunciaban con mucho cuidado las palabras de ese lejano idioma de sus afectos, que a diferencia de su colonial inglés, sonaba como un acto de rebeldía en las amplias cafeterías refrescadas por las aspas de los ventiladores a donde acuden estudiantes y universitarios a fraguar insurrecciones o a soñar en otras lejanas gestas de mundos que se unen con la ficción. Allí estuvo el colombiano Jorge Zalamea en compañía del guatemalteco Miguel Angel Asturias, en alguno de aquellos viajes exploratorios de los años 30 o 40 del siglo XX, cuando los poetas y los escritores latinoamericanos iban a las antípodas para establecer puentes y vasos comunicantes. El mismo viaje que el sabio Rabindranath Tagore hizo a América Latina por aquellas épocas lejanas al cono sur, invitado por la bonaerense Victoria Ocampo y que emerge del pasado como un otoñal acto de amistad.
     Entre Bengala y América Latina todavía vibran las coincidencias y los afectos de ser tan parecidos pese a estar tan opuestos geográficamente, como si el tiempo y la poesía fueran un tejido de huracanes y palabras destinado a dar esperanza a través del globo terráqueo por encima de guerras actuales y por venir, de enfermedades surgidas en las insalubres escalinatas del atraso y la soledad. Cuando ellos los habitantes de Calcuta se esfuerzan al otro lado del mundo por hablar nuestra lengua española y leer a nuestros autores están gritando que todo es posible, incluso la paz, el goce y el amor, palabras e imágenes que no sólo existen y flotan en los rojizos veranos indios del Ramayana y el Mahabarata.
 
                                
              

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