¿Quién no ha pensado alguna vez cuál sería su última cena? Pues, como es natural, no lo ha pensado casi nadie, ya que hay que ser un poco raro para pensar en esas cosas y a la mayor parte de la gente le basta con fantasear sobre su propio entierro y el dolor de la gente que nos tenía que haber querido mucho más. El asunto, sin embargo, es problemático, en tanto que el hambre es lo último en perecer antes que el hombre y, al mismo tiempo, la Inesperada bien puede sorprendernos tras la ingesta de un melodramático bocadillo de chorizo. De aquí no debe inferirse ninguna relación de causalidad entre la muerte y el chorizo sino que simplemente meditamos sobre la inconveniencia de dejar ese recuerdo: “…y el pobre, que se lo había comido con toda la ilusión”.
Por lo demás, cabe debatir si una muerte sería por necesidad más elegante tras una poularda Démidoff, y para el momento del tránsito hay quien postula una atractiva frugalidad que nos vaya desasiendo de las seducciones de este mundo. A falta de Viático, uno siempre ha considerado con admiración la muerte de aquel jefe de cava de Cos d’Estournel al que intentaron reanimar in extremis con unas gotas de vino. En esas prisas de la agonía, todavía pudo articular unas palabras: “château lafite… del… setenta”. Luego expiró como un perfume.
Más allá de la Última Cena, el festín de Baltasar, según se cuenta en el libro de Daniel, es una escena de fascinación casi absoluta, y Rembrandt pinta al rey y sus comensales con la mirada atolondrada y torpe del pecado cuando la mano escribe sobre el muro la sentencia fatal, y entonces todos sus ricos vestidos, sus vanidades, sus placeres y manjares parecen ser súbitamente ceniza y muerte, y nada.
Unos cuantos siglos después de la Cena de Baltasar se publicaron las últimas voluntades gastronómicas de los condenados a muerte en Texas, y una lectura detallada de los expedientes abona varias conclusiones. En primer lugar, entre asesinos en serie, parricidas, violadores y demás gente de mal no hay un solo gastrónomo, gremio este que limita su crueldad a bichos más inofensivos que el hombre. En segundo lugar, entre los presos hay quien aprovecha para comer de tal manera –ocho huevos fritos, dos tarrinas de helado y mucho más- que parece garantizarse la muerte por indigestión si fallan la inyección o la silla eléctrica. Por lo demás, el Estado de Texas se guarda un derecho de discrecionalidad a la hora de asistir tales últimas voluntades y, si uno pide huevos revueltos, puede que le traigan una tortilla. El reo no tiene derecho a discutir con el maître de la prisión.
Hace poco más de un año, el chef Anthony Bourdain, conocido por sus salvajadas gastronómicas, impulsó la edición de un libro que, bajo el nombre de Mi Última Cena, recogía entrevistas a grandes cocineros de todo el mundo en los que estos explicaban con pormenor su último menú. Ahí están no todos los grandes pero sí casi todos los famosos: H. Darroze, Raymond Blanc, Daniel Boulud, Tetsuya, Nobu, Ducasse, el propio Bourdain, Gordon Ramsay. Entre los españoles, Adrià, Arzak o José Andrés. En fin, en la lista hay de todo, cocineros globales, fenómenos locales, chefs para poderosos y chefs –como J. Oliver- para las masas, con algo de vocación de gurú. También los temperamentos oscilan de esa violencia explícita de Ramsay al puntillismo de Ducasse, el epicureísmo sensato y arraigado de Arzak –compatible en su caso con el vuelo de la imaginación- o el genio a lo Adrià, con código moral independiente. En todo caso, sus testimonios, sus palabras, dan una imagen general del perfil tradicional del cocinero: un carácter fuertemente individualista, intransigente, con frecuencia con un punto narcisista u obsesivo muy marcado y una sensualidad propia con la comida que posibilita una pura paradoja: el talento de una sensibilidad culinaria privilegiada rara vez tiene que ver con las pautas generales que, a cada momento, va marcando la crítica gastronómica mejor y más influyente. Ellos marcan su camino. En otras palabras, saber cocinar, curiosamente, no es garantía de lo que a cada momento se entiende por saber comer.
De ahí tanta excentricidad que no es sino individualidad, y de ahí también tantas opciones francamente sorprendentes para las últimas cenas: hay quien elige como bebida riesling de California poniendo en olvido los grandes blancos de centro europa, o cabernet franc (!) americano (!), vino rosado incluso, aunque hay también quien selecciona un amplio rango de nabucodonosores, salmanazares y demás formatos de vino, siempre de añadas y bodegas que pertenecen al ensueño. Adrià elige música beréber para acompañar comida japonesa y los Arzak, con un gusto casi emocionante, escogen chacolí y rioja alavesa de media crianza para ir diciendo su adiós. El menú de Thomas Kheller, pura arbitrariedad, consta de, entre otras gollerías, caviar y quesadillas y pollo asado, y hay quien elige -¡oh tiempos, oh costumbres!- que suene música de Radiohead. El español José Andrés recuerda cierta barbacoa arcádica en la costa asturiana, abundante en mariscos, irrigada con sidra y alegre albariño. Tetsuya se iría a un barco a pescar algún atún que pasaría a preparar de diversas maneras, según los cortes: sashimi, carpaccio, tartar, etcétera. Ducasse se comería los platos que ha preparado para la Estación Espacial Europea, acompañados de un cóctel sin alcohol y enriquecido con oxígeno, el Flower Power, del bar del Plaza Athénée. Una joven que no conozco, llamada Suzanne Goin, bebería Billecart Salmon, cosa curiosa, cuando, puestos a pedir, un Cristal rosado sale gratis. Dan Barber, el chef favorito de Obama, ecólogo furioso, se comería a su mascota –un cerdo de muchas arrobas, llamado Boris- en diversos servicios. A los cocineros también se les pide elegir la compañía, y aquí llegan los peores desengaños: hay quien apuesta por la compañía de Iggy Pop.
La última cena más famosa de estas décadas sigue siendo una de no hace tanto tiempo: exactamente en torno a la Navidad de 1995, y tuvo como protagonista a François Mitterrand, desahuciado por un cáncer de próstata que a veces notaba como un limón en sus entrañas y, en los peores días, como si fuera del tamaño de un pomelo. La narración de la cena por parte de uno de los presentes, Georges-Marc Benamou, tiene ribetes de solemnidad y grandeza macabra, seguramente lo que había buscado el propio Mitterrand, quien preparó su muerte leyendo sobre las muertes de los grandes hombres, hablando con el filósofo católico Guitton, volviendo a su querido Voltaire y recordando su infancia de prados de primavera y robos de nidos. Mitterrand, en definitiva, quería irse con un gesto a la altura de su poder y su capacidad de arbitrariedad y sorpresa. Lo logró.
Reunió cerca de Burdeos a unas pocas docenas de amigos, que pudieron verlo en la camilla, envuelto en sábanas, con la calavera ya pulsando bajo la piel. Trajeron ostras de Marennes, de su región natal: Mitterrand, que no hablaba, sorbió varias docenas, quedándose muy lejos de su récord en días de salud pero apabullando a los presentes con su gula postrera. Luego se sumergió en un sueño sabroso hasta que comenzaron a llegar los siguientes platos: el foie gras y un capón, de los que volvió a comer con todo celo.
Fue entonces cuando llegó el ‘coup d’effet’: para desmayo de los presentes, aparecieron cazuelitas con hortelanos –ortolans- tal y como debían presentarse, con la cobertura grasa de su pechuga aún muy caliente. Se trató de un gesto de refinada crueldad: los hortelanos escribanos, unos pájaros coloridos, pequeños, del tamaño de la mano de una niña, se cogen vivos con mallazos y son alimentados con cereal tras pinchar sus ojos, de modo que estén comiendo todo el día, en oscuridad perpetua. Se despluman vivos y se ahogan en un buen armagnac y después, simplemente, se procede a asarlos. Hoy están prohibidos en Francia pero en Navarra, por ejemplo, aún se pueden conseguir. Los hortelanos han recibido incluso la atención del Santo Padre Pablo VI, que criticó en público el “escándalo” de una comida en París en plena crisis de los setenta por parte del entonces crítico gastronómico del NYT, C. Claiborne. En la cena de Mitterrand, el presidente aún sonrió ante la estupefacción de los comensales. No todos quisieron participar en el festín que, según la tradición, incluye cubrirse la cabeza con una servilleta a modo de burka para ocultar tanta crueldad a los ojos de Dios. Cada hortelano se come entero, de un bocado, quedando al albedrío del comensal acompañar de vino los prolongados minutos de masticación orante. Con uno suele valer pero Mitterrand se comió dos. El auditorio atendía en silencio a su lucha con el pájaro. Finalmente, el presidente surgió de debajo de la servilleta y paladeó con demora un sorbo de vino. Moriría una semana después.