No hace tanto tiempo que se puso de moda escribir sobre lo que las escritoras del momento dieron en llamar ‘pequeñas librerías’. El término conoció fortuna y la ‘pequeña librería’ quedó acuñada en el romanticismo popular como el lugar ideal, a media luz, al fondo de un callejón preferiblemente atravesado de gatos, con un ambiente tan denso en libros que uno puede leer como por emanación y encontrarse a sí mismo muy interesante tras adquirir un novelón de Saramago recomendado por el librero con un guiño cómplice. Añádase al lado un café no menos romántico y ya tenemos el cliché: casi-casi se escucha el tintineo de las cucharillas, la emisión de algún suspiro y una conversación de autocompasión amorosa que, a modo de esperanza, concluye con la determinación de ingresar en algún taller de cuentos o guiones –de esos que se llaman Kafka 59 o El Aleph- o de enviar un libro de poemas a un pueblo de Cuenca en el que dan un premio. Las gentes susceptibles de amar las pequeñas librerías eran seguramente las mismas gentes que luego instalaban en sus casas esos ‘rincones de lectura’ que aparecían en las revistas de decoración y donde, por supuesto, nadie nunca leyó nada. En todo caso, la ‘pequeña librería’ llegó a la altura estética de ver llover en Lisboa o recitar a Kavafis cuando ya nos muerde el alba.
Lo malo de las ‘pequeñas librerías’ es que no han pasado de idealidad a realidad hasta hace poco. Lo que predominaba era esa subespecie de librería donde no se venden libros sino mapas mudos, DIN-A cuatros y bolígrafos Inoxcrom a juego con llavero: es decir, predominaba la librería-papelería, quizá con alguna incursión por el mundo del regalo o de la fotocopia, lugares en efectos muy estimables, pero estimables por su anacronismo y por hablarnos del aburrimiento del mundo, de ese aburrimiento eterno, antiépico, con que el mundo se aburre a sí mismo en ciertas tardes invernizas en las que lo de estar vivo o estar muerto es opinable. Por cierto, que resulta curiosa esa asociación natural entre libros y material de papelería; por el mismo precio, podían haber vendido libros en las tiendas de licores. En esas librerías-papelerías, que van desapareciendo por desajuste con los tiempos, tan sólo había, con suerte, un volumen de Azorín editado por Austral y algún ejemplar desastrado de Vizcaíno Casas o de otra “voz imprescindible” del panorama nacional, además del señor que pasaba las tardes tras el mostrador, sacándose cera de la oreja y haciendo sus muy magras cuentas en un cuaderno y odiando a esas madres de mechas cansadas que iban con unos niños cuya hiperactividad merecía las miradas nonada cariñosas del librero-papelero. Sí, España fue así antes de que todos creyéramos vivir en Nueva York.
Hoy sí que hay pequeñas librerías, subgénero cool, en barrios no reales como Chueca o Malasaña. Muy a contracorazón, debo confesar que alguna de ellas no es enteramente aborrecible, pese a que casi todas despierten en mí unos instintos harto reaccionarios de arrasamiento y destrucción. Uno tiene sus problemas con la ligereza cultural de izquierdas, como lo tiene con el mesianismo cultural de derechas aunque este, pese a mostrar la desesperación de la debilidad, se hace acreedor por su misma debilidad a más cariño. En una de estas librerías, las lesbo-propietarias han dispuesto una pizarrita donde el cliente o el mirón puede anotar, en torno a una mesa imaginaria, con quién querría cenar. El elenco que uno encuentra es previsible: Almodóvar, Michael Moore, Pablo Picasso. Yo escribo, muy aplicadamente, los nombres de monseñor Rouco Varela, Agustín de Hipona o Benedicto XVI.
Como reacción al elogio de la pequeña librería surgió el bien informado elogio de las grandes librerías, esas en las que uno puede naufragar tardes enteras y curiosear –es decir, leer de gratis- todo el tiempo que le preste su ocio, que en el gremio de los lectores suele ser abundante. Uno es partidario de hojear, algo imprescindible en muchas ocasiones, porque cada libro tiene su olor característico, y al pasar las páginas vemos si nos huelen bien o mal. Pero uno también es partidario declarado de la compraventa, no ya porque sea más honesta como todo lo que es formal sino porque una de las mejores cosas que se pueden hacer con los libros es poseerlos. Benjamin argumenta la importancia de la biblioteca en que la posesión es la más íntima relación que podemos tener con las cosas. En realidad, la más íntima es la lectura –la aprehensión total.
Se cita Barnes and Noble como ejemplo de gran librería. Lamentablemente, las grandes librerías han sucumbido todas a la plaga del hilo musical, por lo que el silencio sagrado de los libros, tan apetecido por el señor civilizado, queda interrumpido con las insinuaciones de un chill-out más o menos brasileño. Las grandes librerías, además, se van llenando de todo tipo de adminículos que contribuyen al horror lector –marcapáginas pretenciosos, agendas para escribir los propios suspirillos y demás aditamentos que invitan a no volver. Por otra parte, las grandes librerías pueden ser tan grandes que uno pasa fácilmente de la concupiscencia a la asfixia y a pensar que lo mejor será volvernos a la humildad de nuestra casa, a leer como Dios nos dé a entender, pues para comprarlo todo casi parece mejor no comprar nada. También hay algo irritante en que algunas grandes librerías se vendan como entidades reverenciales de cultura e impriman fotos mitómanas de Pessoa o de quien sea y, al final, tengan un fondo escasísimo y comercien –hélas- con basura envuelta en papel de regalo. Hay que definirse: o estamos con los héroes o estamos con Mammon. Las portadas, cada vez más estridentes, más brillantes, de los libros que nunca leeremos son también otro motivo para comprar por Internet.
Jeff Bezos no sólo tiene el mérito de haberse hecho extraordinariamente rico sino que se ha hecho extraordinariamente rico vendiendo libros, negocio por lo general tan rentable como la canaricultura. Y es que Amazon funciona con esa eficiencia comercial, con esa productividad y diligencia puritanas con que los americanos hacen las cosas, y que lo mismo da para hacer grandes casinos que para vender poesía japonesa. En Amazon no hay libreros pelotas. Nadie hace un comentario. Nadie hace cinefórum. Nadie dice a voz en grito que está buscando un recóndito volumen de Sarane Alexandrian. Amazon extrema la vivencia de comprar libros, que es individualista o sólo digna de compartirse con los más íntimos. Todo resulta limpio e higiénico. Uno tiene a la vista todo lo que hay de un autor, de una materia. Hay gentes de Dios que emiten, por espíritu de generosidad, opiniones que resultan relevantes, sin darse aires de nada, sin armar bronca. Uno mira índices y páginas. Sólo una vez tuve un problema y una señorita muy pragmática me atendió por email a la perfección desde Nueva Jersey o la Louisiana, igual me da. El precio es justo y la honradez es de búnker.
Por si fuera poco, Amazon no quita ninguno de los gratos añadidos de misterio que tienen los libros. Uno compra y los paquetes llegan por sorpresa, como si nos hiciéramos un regalo a nosotros mismos, cuando ya habíamos dejado en suspenso el recuerdo de la compra. Uno conocía del libro todo menos la forma, y la forma nos sorprende tanto como los paquetes que mandan las librerías de viejo –de Dallas, de Birmingham o de León de Francia-, casi siempre primorosos. Todo lo que nos llega de otro lugar parece que también nos llegara con la leyenda de otro tiempo, y así participamos en un misterio implícito con el librero de la otra esquina del mundo. En Amazon uno no ve los libros que no querría ver, y uno puede fiarse y no hacer como en Iberlibro, es decir, llamar por teléfono para que lo manden. Por supuesto, Amazon no existe en castellano, lo cual es el mejor diagnóstico que puede hacerse sobre las costumbres de los quinientos millones de hispanohablantes en materia cultural.