Hubo un tiempo en que lo pequeño fue bonito pero ya llevamos años apostando por lo grande. Hemos sustituido la televisión por el home cinema, tomamos la copa en una copa rotunda de balón, se construyen rascacielos –en Dubai como en Madrid- aun cuando haya espacio para construir diez mil chalés. Por construir, de nuevo construimos obeliscos. Vamos en todoterreno a comprar pan. Los relojes de pulsera más exitosos de estos años –Franck Müller, Officine Panerai- se asemejan a los relojes de los buzos. Los fabricantes de móviles se esforzaron en reducirlos de volumen pero ahora uno tiene más status cuanto más ladrillo es su Blackberry. Los aeropuertos son ciudades autosuficientes y nosotros homúnculos errantes por una incierta terminal.
Todo ha de ser exagerado, subrayado, amplificado. Un paseo por las galerías nos hará ver lienzos con envergadura de murales. Vamos a macrofestivales, no a conciertos. Las revistas y los libros de cierta pretensión se hacen notar por ser los más grandes de la librería o del kiosco: hace poco, tuve uno entre mis manos de un ‘papel estuco’ tan grueso que parecía más bien papel pladur. Hay toda una rama de la ingeniería centrada en la maximización cupular de los sujetadores. La energía intelectual que antaño se empleó en tratar del sexo de los ángeles se emplea ahora en hablar de la prominencia del sexo masculino. Adiós al hotelito pequeño y ‘cozy’: la nueva arquitectura de interiores vuelve a un monumentalismo sin vergüenzas, a un eclecticismo de lo exagerado, con solemnes esculturas nubias como en el hotel Urban o cariátides doradas –estilo Luis Diecialgo- en el Caffé Romano. Hay una voluntad teatral, escénica, de show, en muchos rasgos contemporáneos, un cierto exhibicionismo.
La repostería más moderna es de orden titánico: suntuosos pasteles de zanahoria, de plátano o de ‘muerte por chocolate’. Se acabó el tiempo de pasar hambre en los restaurantes: las cartas crecen como antes, los menús degustación -16 platos en Arola Gastro- son kilométricos. Los bombones eran más finos cuanto más pequeños y ahora son promontorios de almendra y chocolate: es lo chic. Se vende mucho –mucho- vino en formato mágnum, doble mágnum, jerobóam: los expertos dicen que es lo mejor pero ante todo es lo que más se lleva.
¿Alguien se ha fijado en el tamaño hiperbólico de las lámparas de diseño? Las grandes empresas son cada vez más grandes y se hacen cada vez más necesarias: ¿dónde estaríamos sin Apple, sin Microsoft? Crece el tamaño del gobierno, se dispara el gasto público. Las enfermedades son epidemias o pandemias, el terrorismo es a escala mundial. No sólo podemos pasar el fin de semana en un gran almacén o en un ‘mall’ sino que las tiendas buenas –Prada en Tokio, Armani en Nueva York- abren establecimientos de varios pisos, con café, con restaurante, con spa. Ya hemos visto tarjetas de visita que parecen posters: quizá crecen como crecen los egos. ¿Las de crédito? Las hay en una escala de poder: visa oro, platino, ébano, diamante, jade, plata vieja, lo que sea. Tiempo atrás, me ha sorprendido mucho ver que una radio digital era un adminículo pequeño: iba prevenido para encontrarme un tocadiscos.
Contra la discreción, perviven los logos: un cinturón de Emporio Armani vale en la medida en que muestre, a la altura conveniente, un aguilucho con las alas desplegadas como para decir ‘estoy aquí’. Se impone la joyería masculina: una cadena de mecánico, sí, pero de plata de diseño. Incluso se ha apuntado el cambio físico de los sex symbols masculinos: tantos tipos del cine antiguo podían tener un torso de jilguero mientras que ahora se exige más musculación. Vamos, en todo, a una mayor rudeza. Los muy ricos ya no son muy ricos sino UNWIH (Ultra High Net Worth Individuals) y tienen revistas llamadas ‘millenium millionaire’, quizá por molestar. Uno va a un colegio, en fin, y la hora de la salida es una gigantea. ¿De qué fondo nos llega este anhelo por lo enorme, por lo desproporcionado, lo exagerado, lo solemne, lo impresionante? ¿Hemos estado viviendo una nueva ostentación hasta el comienzo de la crisis? La nueva ostentación no era lo que se esperaba para el mundo posterior al 11-S.
A veces, parece que son muy pocas las cosas que han reducido su tamaño: los ahorros, los metros cuadrados de la vivienda y, ante todo, el espectro de nuestra atención. La música clásica hace bostezar. Una canción se ha de reducir a dos minutos de violencia pop. Recomiéndame un libro pero que sea fácil. Los editores editan novelas con tal de que sean cortas. Más de tres párrafos de artículo son un via crucis para el lector. ¿Para qué leer Guerra y Paz cuando uno puede leerse, en ese mismo tiempo, diez libros de Baricco? Adiós a la demorada cadencia azoriniana. No sólo todo es más grande, también es más rápido: sea media hora para la misa del domingo o acostarse en la primera cita. Nunca se escribirán libros sobre esta crisis financiera o lo que pasa en Chechenia: para eso ya hay inteligencia inmediata, al segundo, en internet. Todo, inmediato, ahora.
Pero no somos sólo más pobres en atención y, consecuentemente, más ansiosos. Nuestra percepción de lo importante ha variado. Eso también tiene que ver con nuestro consumo y nuestra relación con el mundo material. Si decimos que la prosperidad española ha sido ilusoria, si hemos visto falta de contención, podemos achacarlo a un patrón humano constante, anclado en su naturaleza: el ‘gasto visible’ que nos llevó a invertir más de lo razonable –e incluso a endeudarse- en símbolos de status. No hemos llegado a ese nivel de riqueza en el cual ese consumo visible y autoafirmativo tiende a reducirse por no ser necesario mostrar nada: si todos fuéramos más ricos, nos hubieran hecho falta menos Mercedes, quizá no hubiéramos copiado la piscina del vecino, nos hubiera dado igual el sitio ese al que hay que ir a tomar copas fantasiosas. Ha primado la indiscreción, por encima de todo –una voluntad de indiscreción antecedente a la manifestación de la codicia, inquietamente felices ante esa mirada de los otros que cada vez valida o condena más.
Al mismo tiempo, se habla de cambios sociales: tanta gente que había ascendido globalmente a la clase media y que de nuevo será arrojada a las tinieblas exteriores. A su vez, el niño de familia bien es tan mileurista como todo el mundo: si algún año se independiza, será en Valdebernardo y no en su Chamartín natal. Los ricos de antes pueden ser los ‘nouveau poor’: se escriben artículos sobre mujeres que se divorcian de sus multimillonarios maridos, en Londres o Nueva York, por no aceptar rebajas en su nivel de vida. Ya hay masters y terapias para acostumbrarse a vivir con más modestia, aceptando recortes en las visitas al pedicuro o al estilista de nuestro golden retriever.
A la vez, todo influye en la percepción que tenemos de nosotros mismos. Nuestras cosas y nuestra relación con ellas hablan de nosotros. En España, apenas hemos llegado al snobismo que supuso el puritanismo ‘bohemio-burgués’: esa gente que optaba por no tener un coche porque prefería tener un par de grabados, y que gastaba el equivalente a dos meses de amarre en brotes de alfalfa orgánica. No se compran geles de baño con conciencia ecológica: todo es más directo; peleamos en outlets de extrarradio por ropa de marca a precio de Zara, las tiendas de los diseñadores de vanguardia se acogen al look de las salas de despiece. Más volumen, más crudeza: las amabilidades y cortesías de hace años abonan la sospecha hoy. Somos más duros, más enterizos, más insensibles, menos delicados.
También nosotros mismos nos vemos disparatadamente, repletos de mérito, con la conciencia de que algo se nos debe. Cada uno puede ser un maestro en lo que elija: saberlo todo de hip-hop o de la historia del carlismo o de no sé qué autor de origen casubo que a punto estuvo de conseguir el Nóbel. Ciertamente, hay sabiduría en una sociedad que favorece tantos caminos para un sentimiento de satisfacción personal pero hay una relación entre autoestima extrafuerte y expectativas desorbitadas. Es, de nuevo, la grandeza, sección delirio. Eso redunda en una visión irrealista de puro trazo grueso, una falta de apreciación de la complejidad, de los matices, inserta en un mundo contemporáneo que ha perdido en densidad simbólica. ¿Acaso tienen la misma urdimbre Las Lanzasy una serigrafía de Andy Warhol? Es así que nuestra lectura del mundo se vuelve más simple y menos sensible. Lo que no es inmediatamente visible no tiene tanto valor.
La crisis nos coge en crisis también de sutileza, renuentes a la valoración de lo mínimo, empezando por nosotros mismos. No estamos bien armados para un reajuste que aprenderemos a la fuerza. Es así que tenemos motivos para pensar que tras las ilusiones de grandeza está siempre el motor insospechado –pero poderoso- de la banalidad como dinamismo de una cultura y punto de apoyo para entender el mundo. Quizá nuestra crisis será como fue nuestra ostentación.