El García Márquez mexicano

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La leyenda lo muestra en foto fija con sus camisas frescas de coloridas flores, con impecable traje claro y botines italianos, enfundado en el amplio overol de técnico novelístico, o en guayabera y pantalones de lino a la Gran Gatsby, junto a un coche de colección, ante las murallas de Cartagena de Indias.
Pero en el patio de la casa de Luis Cadoza y Aragón, en el número 1 del Callejón de las Flores, en Coyoacán, bajo un sol azteca de mediodía, entre sillas pintadas de azul con flores michoacanas y la alegría del coctel, García Máquez se aferra a las manos de Fernando Benítez en esta ciudad donde es libre y puede llamar a su vecino Alvaro Mutis para comentarle de un nuevo hallazgo musical o deambular en busca del restaurante donde en 1961 se comió unos tacos de nenepil.
Una admiradora no se atreverá a pedirle un autógrafo para su cuaderno de firmas ilustres, iniciado por su madre en Roma, y donde hay firmas de D’Annunzio, Salvador Dalí y Rómulo Gallegos, pero Carlos Monsiváis, que es el único mexicano que deambula sin miedo por la bogotana Avenida 19, pasará a saludarlo entre la algarabía del vino. De repente el maestro habrá desaparecido como por encanto de la casa del guatemalteco.
¿Dónde está el maestro? Tal vez lea Diario del año de la peste de Daniel Defoe en su casa de la calle Fuego, cubierta de hiedra, o levite con Melquíades en búsqueda de la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia, para volver por el río Magdalena hacia su infancia perdida. O tal vez se dedique a recorrer las calles de la ciudad donde fraguó su obra principal. Por ejemplo la colonia Portales, donde trabajó en cierta imprenta y filmó María de mi corazón de Jaime Humberto Hermosillo, y donde escuchó por primera vez la palabra cruda, que prefirió a la colombiana guayabo para referirse a la resaca en Crónica de una muerte anunciada. Esa misma ciudad que le dio a conocer los prodigios narrativos de Juan Rulfo y lo hizo reflexionar sobre el idioma castellano en sus diversas vertientes.
El maestro de Macondo dice en el artículo « La conduerma de las palabras » que, “para mí, el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo. Es decir: el más impuro. El de México me parece el más imaginativo, el más expresivo, el más flexible. Tal vez porque es la lengua de emergencia de una nación que olvidó los idiomas nacionales antiguos, y al mismo tiempo aprendió mal el que trajo Hernán Cortés. La síntesis logra a veces dimensiones mágicas. Sólo un botón de muestra: en México existe, con su significado completo, la palabra mendigo. Pero hay otra, que es la misma, pero pronunciada como esdrújula: méndigo. Suele usarse más como adjetivo, y significa, más o menos, miserable. Los mexicanos tienen para las dos una explicación deslumbrante: Mendigo es el que pide limosna, y méndigo el que no la da.”
Además del nombre de Eréndira, que descubrió en la región tarasca para el personaje de la adolescente explotada por la desalmada abuela, en México se impresionó por la existencia de los fríjoles saltarines que se mueven al parecer por la obra de una larva interior, o por el ajolote o axolotl, el extraño animal de aguas que maravilló a Cortázar, o por los nombres fulgurantes descubiertos y combinados por Rulfo en las lápidas de las tumbas, como Fulgor Sedano, Matilde Arcángel y Toribio Alzate, entre otros, o por el pie de Santa Anna y la mano de Alvaro Obregón, sin mencionar las habladas de borrachos, las mulatas destrampadas y el vivir un poco al desgarriate, o los petates del muerto.
Idioma prehispánico y novohispano en plena ebullición, el de México se tensa con el inglés vecino, para dar unas de las formas del habla más vivas en el ámbito hispanoamericano y prueba de su fuerza ha sido la presencia incesante de escritores del resto del continente en ese país, desde Rómulo Gallegos a Barba Jacob, desde Demetrio Aguilera Malta a Otto Raúl Gonzalez, desde Pablo Neruda a Manuel Puig, sin mencionar el amplio exilio español, argentino, chileno y centroamericano. En todas esas obras hay huellas del esplendor del habla mexicana y puede decirse sin temor a dudas que el latinoamericano o español que haya vivido en la que fue antes nueva España termina por flexibilizar el instrumento que da vida a su obra.
El caso de García Márquez no es la excepción: desde los guiones literarios que escribió cuando se creyó traicionado por la literatura hasta Cien años de Soledad, y desde esa obra central hasta los cuentos de La increíble y triste historia de la cándida eréndira y de ahí para adelante, excepto tal vez El otoño del patriarca, que escribió en Barcelona, México ha sido sustancia necesaria de su obra. El rastreo de esos rasgos no es difícil, pero la obra maestra que escribió en una casa de San Angel Inn entre 1965 y 1966, no hubiera sido la misma sin las incrustraciones del vivo idioma castellano hablado en México y sin el entusiasmo de vivir en un crisol central de la cultura latinoamericana.
El México donde circulan todos los libros y todas las ideas, el México de los desterrados interiores o exteriores, pero en especial el México de los muertos y los fantasmas, el México surreal de Buñuel, ese México de las calaveras que es todo ficción y termina por devorar a los creadores que lo habitan en el más fascinante delirio.
El México que reclama con todo derecho a su hijo García Márquez, al mismo tiempo que lo hace la Colombia andina, el Caribe, la madre patria España y las múltiples encrucijadas del Mediterráneo, mar en torno al que nacieron la Odisea y la Eneida, la Biblia, El Corán, la alquimia y las Mil y una noches, entre otros mundos que nutren de punta a punta la obra de este García Márquez más mexicano que el mole y el tequila.



 

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