En el eje Lázaro Cárdenas de la Ciudad de México, a unos metros de la calle Madero, existía el inolvidable Hotel Cosmos en un edificio gris de la era porfiriana que parece todavía un fantasma de alguna vieja capital europea del siglo XIX.
Lleno de leyendas y fuerzas cargadas de poesía, novela y pasión, el hotel albergó durante una década a uno de los poetas mexicanos más brillantes del siglo XX, el queretano Francisco Cervantes, a quien se le debe la traducción de la biografía de Fernando Pessoa de Joao Gaspar Simoens y la introducción a la lengua castellana de decenas de poetas brasileños y portugueses, además de una vasta y original obra poética que está por reconocerse en su debido mérito.
Por ese amor tan profundo a todo lo referente a la lengua portuguesa, por el delirio inagotable suyo de hacer conocer a mexicanos y latinoamericanos en general las letras y las leyendas del apagado viejo imperio de Camoes y Vasco da Gama, el dueño de ese y otros hoteles del centro histórico le cedió al poeta una habitación permanente en ese edificio para que viviera tranquilo dedicado a la poesía y a la traducción.
Cervantes (1938-2005), que era un verdadero príncipe de las tinieblas que presumía sin pena alguna de ser muy feo y muy cascarrabias, y hasta de ser vampiro, entraba allí como rey por su palacio, convertido en un perfecto Rubén Darío de fines del siglo XX, o sea muy antiguo y muy moderno. El rebelde y a veces intratable poeta contaba allí, día tras día y sin límites, con la atención de mucamas y porteros que lo saludaban y agasajaban por órdenes contundentes de los propietarios, dándole así el verdadero rango de maestro que era y sigue siendo el suyo en el más allá, que era uno de sus anhelos hasta cuando murió en su tierra natal reconciliado con la vida y los amigos perdidos a quienes declaró su afecto final.
El autor de Los varones señalados, Cantado para nadie, Heridas que se alternan y La materia del tributo, entre muchos otros libros, pertenecía a la generación de José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Homero Aridjis y Sergio Pitol, pero fue un rebelde permanente que coleccionó enemigos gracias al terrible arte viperino de su lengua implacable, aunque también coleccionó amigos entre jóvenes escritores, con quienes fue generoso y a los que acompañó a las farras literarias de los bares del vientre capitalino.
El Hotel Cosmos sobrevivió a todos los cambios e incluso a la construcción de la Torre Latinoamerica en 1954 y al temblor de 1985, que tiró sin piedad al suelo cientos de edificios mucho más modernos. Al mirarlo desde cualquier ángulo del Eje o desde el palacio de Bellas Artes, uno se imagina la ciudad de los tiempos de Don Porfirio llena de palacetes a lo largo de Reforma, Santa Maria La Ribera o la Roma, parajes copiados de París, Berlín o Bruselas de antes de la primera guerra mundial. Hotel barato para provincianos de paso y muchachos y muchachas enamorados de pasiones fugaces, el Hotel Cosmos fue uno de los lugares más queridos de la ciudad por la extensa historia vivida a lo largo de un siglo de revoluciones, exilios, migraciones y soledades.
Cervantes trasladó su biblioteca a la habitación y centenares de libros se apeñuscaban con la forma de un volcán que las mucamas sabían desempolvar de manera cotidiana con sus frágiles plumeros. Cuando uno tenía el privilegio de entrar allí, el poeta sacaba desde el intríngulis de volúmenes todos los libros habidos y por haber, desde las Historias Trágico-Marítimas de los navegantes portugueses hasta los sonetos de Villamediana, la poesía de Rosalía de Castro o todo tipo de clásicos medievales, novelas policíacas o góticas.
Desde el Hotel Cosmos Cervantes salía a recorrer los bares y cantinas del centro, como La Cucaracha, que fue lugar de lenocinio en los años 40 y 50 y permanecía allí bajo el mando de su vieja patrona y sus pintorroteadas pupilas, con muebles de madera lustrada y biombos adornados de cucarachas de bombín, chaleco y bastón hasta bien entrada la década de los 80.
Y desde ahí, uno tras otro, los amigos del poeta íbamos descubriendo con él el laberinto de la noche defeña, sus novias dulcineas o poetas, el liliputiense Margarito, la historia literaria de una época intensa, los recuerdos de Lisboa, Guatemala y Bogotá, sus años de publicista o de traductor en el excelente Fondo de Cultura Económica en tiempos de Jaime García Terrés y Adolfo Castañón y su aprecio indefectible por Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, a quienes conoció recién llegados a México siendo él muy joven y adoptó como padres simbólicos.
Al caminar por las calles del centro histórico uno sabe que Cervantes sigue allí entre sus libros, sus carcajadas e ironías como una leyenda viva de la historia literaria del Distrito Federal que merece estatuas, homenajes y placas de mármol para que desde ultratumba él intente demolerlos con el arte inimitable de su sarcasmo.