El pueblo norteamericano debería estar eternamente agradecido a la vieja Europa por haber rechazado el proyecto Bush-McCain de que Georgia entrara en la OTAN. Si ésta hubiera sido miembro de la Organización al invadir Mikheïl Saakachvili Osetia del Sur, nos habríamos topado directamente con Rusia, enfrentada a la guerra en el Cáucaso, allí donde la superioridad de Moscú es tan manifiesta como la superioridad norteamericana en el Caribe durante la crisis de los Misiles con Cuba.
Si algo demuestra la guerra georgiana-rusa es la locura que significa dar a dirigentes impulsivos y veleidosos de naciones inestables el poder de arrastrar a Estados Unidos en la guerra. Desde Harry Truman hasta Ronald Reagan, y como lo decía el secretario norteamericano de defensa Robert Gates, los Presidentes estadounidenses siempre han intentado evitar lanzar guerras contra Rusia, incluso cuando el Oso estaba en lo máximo de su bestialidad. Truman se negó a forzar el bloqueo de Berlín impuesto por Stalin. Eisenhower se negó a intervenir cuando el carnicero de Budapest ahogó la revolución húngara en la sangre. Johnson permaneció sin hacer nada cuando los tanques de Leonid Brejnev aplastaron la primavera de Praga. La respuesta de Jimmy Carter a la invasión de Afganistán fue boicotear los Juegos olímpicos de Moscú. Cuando Brejnev pidió a sus sátrapas polacos aplastar Solidaridad e hizo derribar el Boeing surcoreano, matando a un número extraordinario de ciudadanos norteamericanos, entre los que figuraba un miembro del Congreso, Reagan… se cruzó de brazos.
Estos Presidentes no eran débiles. Simplemente, no querían entrar en guerra cuando ninguna amenaza contra los intereses vitales americanos justificaba un conflicto. Sin embargo, si George W. Bush hubiera triunfado y Georgia fuera miembro de la OTAN, las marines norteamericanos estarían quizá combatiendo las tropas rusas cuya bandera flotaría sobre una provincia de 70.000 osetios del sur que prefieren Rusia a Georgia.
Se pone ahora claramente de manifiesto la arrogante estupidez de los artífices de la política estadounidense posterior a la Guerra fría. Al integrar tres antiguas Repúblicas soviéticas en la OTAN, hemos desplazado la línea del frente norteamericano de Elba hasta ponerlo casi al alcance de fuego de artillería del antiguo Leningrado. Si Estados Unidos integrara a Ucrania en la OTAN, Yalta, el lugar de vacaciones de los Zares, sería un puerto de la OTAN, y Sebastopol —el puerto de base tradicional de la flota rusa del Mar Negro— se convertiría en una base naval de la Sexta Flota norteamericana.
¿Tan difícil resulta comprender que un patriota ruso como lo es Vladimir Putin pueda estar furioso por el cerco norteamericano después de que Rusia haya abandonado su imperio y deseado establecer relaciones de amistad con nosotros? ¿Cómo habría reaccionado Andy ante un cerco parecido por parte del Imperio británico? Desde 1991, el petróleo de Kazajstán, Turkmenistán y Azerbaiyán pertenece en Moscú. ¿Cabe comprender que Putin pueda subirse por las paredes cuando estos roñosos yanquis han construido gaseoductos y oleoductos a fin de hacerse con el gas y el petróleo del subsuelo cáucaso y transportarlo a Occidente pasando por Georgia? Desde hace una docena de años, Putin y compañía han podido ver cómo los agentes americanos trataban de derrocar regímenes amigos de Moscú en Georgia y Ucrania. ¿Si se produce una segunda Guerra Fría, que la habrá desencadenado, sino nosotros? La rápida y decisiva intervención del ejército ruso para expulsar de Osetia del Sur a las fuerzas georgianas tan sólo 24 horas después de que Saakachvili hubiera empezado los bombardeos y la invasión, hace pensar que Putin sabía exactamente lo que el Presidente georgiano iba a hacer, razón por la cual le ha pegado un mazazo. ¿Qué sabíamos nosotros? ¿Estábamos al corriente de que Saakachvili estaba a punto de caer en la trampa de Putin? ¿No vimos cómo las tropas rusas se concentraban al norte de la frontera? ¿Le dimos luz verde a Saakachvili? Joe Biden (3) debería organizar audiencias públicas para saber quién tiene la culpa de esta humillación sufrida por Estados Unidos.
La guerra de Georgia ha puesto de manifiesto la peligrosa excrecencia del poder norteamericano. No hay ninguna posibilidad de que Estados Unidos se enfrenten a Rusia en el Cáucaso cuando nuestras tropas están empantanadas en Afganistán e Irak. Y no lo deberíamos hacer. Es por eso por lo que constituye una locura ofrecer a Tiflis un puesto en la OTAN, como lo hacen John McCain y Barack Obama. Estados Unidos debe decidir si convertir a Rusia, pese a sus defectos, en un aliado, o si quiere una segunda Guerra Fría. Porque es exactamente esto lo que está desencadenando al cortar a Moscú de su suministro de petróleo del Caspio y lanzándole la OTAN a la cara.
Vladimir Putin no es Stalin. Es un nacionalista determinado, como jefe de un orgulloso y poderoso país, a garantizar a éste la superioridad en su zona de influencia, tal como lo hicieron todos los Presidentes norteamericanos, de Monroe a Bush, en nuestra parte del Atlántico. Una renaciente Rusia no constituye ninguna amenaza para los intereses vitales de Estados Unidos. Sólo constituye una amenaza para un Imperio norteamericano que se basa en unos supuestos derechos divinos para implantar la potencia militar norteamericana en la retaguardia o a las puertas de la Madre Rusia. Quién gobierne Abjasia y Osetia del Sur no es algo que nos incumba. Y después de la insensata aventura de Saakachvili, ¿por qué por no dejar que sean las poblaciones de estas provincias las que decidan por sí mismas sus preferencias, en el marco de plebiscitos organizados bajo control de las Naciones Unidas o de la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europeas? Y después de tan extraordinaria hazaña, Saakachvili podrá regresar a Tiflis para que le den su merecido. Dejemos que los neocons le encuentren entonces un puesto bien remunerado en el American Enterprise Institute.
© Novopress.info, 2008