Por qué a Bono no le gustan los héroes

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Lo dijo el flamante presidente de las Cortes, José Bono, en la sesión inaugural de la legislatura: “No ha nacido ni se espera al español que valga más que otro. Por ello, España no precisa acciones excelsas de personajes heroicos, sino actos cotidianos de trabajo responsable que, al multiplicarse por millones de personas, transforman la sociedad”. No es solo una frase; ahí se encierra toda una visión del mundo que alguien llamó “envidia igualitaria”. En ella residen buena parte de los problemas de España. ¿Por qué a la izquierda no le gustan los héroes?
 
Todas las culturas, sin excepción, han atribuido al héroe un papel ejemplar. La figura del héroe no se ensalza para despreciar a quienes no son heroicos, sino para mostrar a todo el mundo que es posible alcanzar la gloria en esta tierra y, además, que eso es una buena cosa. El culto a la personalidad de los héroes no es la idolatría a un individuo, sino que expresa un mensaje enviado a la comunidad. Por lo general, todos los héroes históricos son héroes comunitarios. Arriesgan la vida (y con frecuencia la dan) por otros, por un prójimo, y eso es precisamente lo que les convierte en héroes.
 
El héroe solitario, asocial, ajeno a sus semejantes, es un invento muy reciente, de época moderna –esa época ebria de individualismo y voluntad de poder. Su valor cultural es esencialmente negativo y, por otra parte, no suele gozar del reconocimiento de la comunidad. Por el contrario, el héroe clásico, desde Leónidas en las Termópilas hasta el bombero que penetra en una casa incendiada, es alguien que se sacrifica. Su sacrificio tiene un valor ejemplar porque es bueno para todos. Por eso es importante cultivar la memoria de los héroes.
 
Lo que Bono nos propone está en los antípodas de esta concepción clásica, tradicional. La suya es una mirada desde abajo, en la que al héroe no se le admira por lo que vale, sino que se le odia precisamente por lo que vale. Para esos ojos, la superioridad del hombre o la mujer egregios no inspira emulación, admiración, gratitud, sino malestar, resentimiento, rencor. La constatación de que alguien ha hecho algo grande mueve a una especie de dolor íntimo: el sujeto que mira desde abajo experimenta una insatisfacción profunda de sí mismo y un deseo irrefrenable de derribar el pedestal. Es la mejor expresión posible de la definición canónica de envidia: tristeza del bien ajeno. Bien sabido es que se trata de un vicio tradicional español, pero, evidentemente, no es sólo nuestro, sino que por todas partes lo encontramos en la historia. La envidia igualitaria, por utilizar la expresión clásica de Fernández de la Mora, es el atributo típico del hombre incapaz de valorar limpiamente el bien ajeno.
 
Condenado a repudiar íntimamente al héroe, por envidia, el hombre que mira desde abajo prefiere imaginar situaciones en las que se difumine la personalidad. Repetimos las palabras de Bono: “actos cotidianos de trabajo responsable que, al multiplicarse por millones de personas, transforman la sociedad”. Lo que llama la atención en estas palabras es su exigencia de anonimato. No se reprueba la buena acción, sino el hecho de que tenga nombre. Las “acciones excelsas de personajes heroicos” quedan desdeñadas, despreciadas como cosas indeseables no por las acciones en sí (nótese la carga peyorativa sobre el término “excelsas”), sino por ir vinculadas a “personajes heroicos”, esa presencia del gran hombre que al envidioso se le hace intolerable. Al envidioso ni se le pasa por la cabeza que precisamente el ejemplo personal, con nombre y apellidos, pueda estimular la actividad –heroica- de “millones de personas”.
 
La envidia igualitaria
 
De esta visión de las cosas se deduce una determinada forma de hacer política y de construir una sociedad. Se plantea una exigencia previa de igualitarismo a ultranza cuya consecuencia primera es la proscripción del mérito: nadie tiene derecho a parecer mejor. Es una perversión del precepto evangélico del Sermón de la Montaña: “Quien se ensalza será humillado”. No hay pasaje evangélico que más guste al igualitario. Pero la perversión consiste en que se olvida la segunda parte del dístico: “El que se humilla será ensalzado”, lo cual quiere decir que el que es capaz de darse, de ofrecerse, de sacrificarse, será mejor que los demás. Aferrado a la idea de que nadie debe parecer mejor, el igualitario tiende a aplicar una política radical de igualación que, como demuestra la Historia, siempre consiste en igualar por abajo: todos igual de mediocres en un paisaje universalmente gris.
 
Lo que hace profundamente patético el sentimiento igualitario es su radical incompatibilidad con la realidad. “No ha nacido ni se espera al español que valga más que otro”, dice Bono. Ah, ¿no?: eso se lo dice a un señor que es Rey por haber nacido en una familia concreta, otro señor que lleva enganchado al poder veinticinco años por el nada igualitario procedimiento de imponerse sobre sus semejantes. La hipocresía es tan escandalosa que ya no mueve a risa, sino a preocupación por lo que tiene de distorsión de la realidad objetiva: no deja de ser un peligroso trastorno.
 
Claro que hay españoles (y turcos, y bosquimanos, y esquimales) que valen más que otros. La justicia no consiste en hacerlos a todos iguales, sino en dar a cada cual según sus méritos; eso exige partir de unas iguales condiciones al principio, pero no al final. Y si actuamos de modo contrario, es decir, colocando la igualdad al final en vez de al principio, entonces caemos en el paradigma del lecho de Procusto. Procusto era un bandido de la antigua Grecia que tumbaba a sus víctimas sobre un lecho; si el pobre desgraciado era más largo que el lecho, le mutilaba la parte sobrante, y si era más corto, le estiraba los miembros hasta que diera la medida.
 
Bono, como todos los predicadores del sentimiento igualitario, cogería a nuestros héroes y no dejaría de amputarles piernas y cabezas hasta que cupieran en el mezquino lecho de su dogma de la igualdad a ultranza. Eso es algo que ya se ve en los libros de texto de nuestros estudiantes, donde se ha borrado prácticamente cualquier referencia a los héroes nacionales. ¿O por qué cree usted que estamos donde estamos? 
 
P.S.: En ese mismo discurso de las Cortes, Bono, el hombre que mira desde abajo, citaba a Pessoa: “Somos del tamaño de lo que vemos”. Que se aplique el cuento.

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