Coronavirus y Homo festivus

Homo festivus es un niño. Es casi un niño. Los niños tienen miedo y lloran. También él, pero él se ríe.

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En La máscara d la muerte roja, de Edgar Allan Poe, un príncipe y sus cortesanos se confinan en un castillo inexpugnable para irse de juerga mientras, extramuros, el país se ve afectado por la peste. Sin saberlo, el escritor norteamericano escribió quizás el primer cuento en el que se escenifica este Homo festivus que, un siglo y medio después, sería teorizado por el llorado Philippe Muray. Un Homo festivus en todo su lamentable esplendor, vuelto histérico por la fiesta de la que trata de disfrutar a toda costa mientras la epidemia devasta al país. Una epidemia que, como una venganza sobrenatural, no tardará en pillarlos a todos en medio de sus mortíferas juergas...

Al anunciarse el pasado sábado el cierre en Francia de los bares y restaurantes, los baretos de la plaza de la Bastille se  vieron invadidos por una legión de treintañeros parisinos que iban a beber una última copa y a “mandar el virus a la mierda”. Este mismo sábado, centenares de curiosos desafiaron las consignas sanitarias para celebrar el carnaval de Dunkerque. “¡Nos vamos al carnaval para olvidar todo esto!”, coreaban los paseantes disfrazados... no con mascarillas sanitarias, sino con las máscaras de la fiesta más indecente; las mismas que los cortesanos del relato de Edgar Allan Poe no se quisieron retirar nunca, ni siquiera cuando, unos tras otros, la peste se cebaba en todos.

El sábado anterior se celebró en Landerneau (Finisterre) una gran concentración de Pitufos humanos que habían ido a combatir el malvado coronavirus, reunión que indignó con toda la razón a nuestros amigos italianos que, mientras los festivaleros pintarrajeados de azul se daban besos en Bretaña, contaban a sus muertos en las calles de Milán y en los hospitales lombardos.

Ya vimos, después de los atentados islámicos, de lo que es capaz Homo festivus. “¡Ni pupa ni miedo! ¡Terraza soy!”. Vimos toda su retahíla de eslóganes llenos de una audacia que no era otra cosa que un camuflado grito de miedo; y vimos también su retahíla de eslóganes cuya insolencia no era otra cosa que un histérico grito de adhesión. ¡Ni pupa ni miedo!... Eslóganes valientemente coreados por estas masas parisinas resistentes y antifascistas a las que un petardo de nada, en la place de la République, dispersaba como a una bandada de pájaros... 

Homo festivus resiste. ¡Es más fuerte que el miedo! ¡Por él no pasará el virus!

También en la hora del coronavirus Homo festivus muestra todo aquello de lo que es capaz. Capaz de irse de juerga, arrogante, egoísta, alegre, imperturbable. Capaz de tomar el sol en manada. Capaz de disfrutar de una última crepe en los jardines de Luxemburgo. De tomar una última cerveza. De estar de juerga y siempre de juerga. Tan egoísta como para, pertrechado en su mezquina soledad, vaciar los estantes de pastas, conservas y papel higiénico de los supermercados.

Homo festivus es un niño. Es casi un niño. Los niños tienen miedo y lloran. También él, pero él se ríe. ¡Homo festivus no renunciará a lo que constituye el alma de Francia! A lo que, para él, constituye el alma de Francia: las terrazas, los picnics, sus pequeñas actividades deportivas. No renunciará a nada de las cosas que nada tienen que ver con lo esencial. Homo festivus resiste. ¡Es más fuerte que el miedo! ¡Por él no pasará el virus! Tiene su antídoto: ese estar de juerga que no es sino una pulsión de muerte. En el fondo, está más muerto que la muerte... ¡Cielos! ¡Cuánta razón tenía Philippe Muray!...

© Boulevard Voltaire

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