Un punto de vista diferente

Diana de Gales: víctima de sí misma

La hemos tenido hasta en la sopa: a los diez años de su trágica muerte, Diana de Gales, Lady Di, sigue ocupando un lugar eminente en la iconografía de la cultura de masas. Consagrada su memoria bajo el problemático título de “la princesa del pueblo”, Diana se ha convertido en objeto de unánime veneración. ¿Unánime? No: hay razones para mirar a Lady Di con más lástima que otra cosa. Diana Spencer fue, en buena medida, víctima de sí misma y de su incapacidad para estar en el lugar que le correspondía. He aquí un punto de vista diferente sobre la reina mártir del mundo rosa.

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RODOLFO VARGAS RUBIO
 
Hace una década, el 31 de agosto de 1997, el mundo se despertó con el estupor de una noticia inesperada: la princesa Diana de Gales había muerto esa madrugada como consecuencia de un grave accidente automovilístico en París. Se trataba del personaje mediático más conocido, la reina indiscutible del mundo rosa, la presa más codiciada de los paparazzi (en medio de una de cuyas persistentes persecuciones se produjo el mortal siniestro del Pont de l’Alma*). La circunstancia de hallarse en ese momento con su amante de turno, Dodi Al-Fayed (hijo del magnate saudí dueño de los grandes almacenes Harrods), disparó todas las cábalas: que si fue un asesinato político, que si la princesa se hallaba encinta del musulmán, que si los servicios secretos de Su Majestad Británica estaban implicados y un largo etcétera. Aún hoy, a pesar de los dictámenes de la justicia francesa y del otro lado de la Mancha, el padre del finado sostiene la tesis de la conspiración contra viento y marea en una guerra solitaria que es comprensible desde el punto de vista del dolor de un padre por la muerte trágica de su hijo, pero no es razonable desde todos los demás.
 
En estos días, en oportunidad de la luctuosa efeméride, hemos vuelto a asistir al espectáculo ridículo de todos los que inciensan la memoria de la desdichada primera mujer de Carlos de Gales sin saber de lo que hablan y cayendo en los tópicos más ordinarios. Ha vuelto a hablarse de ese título tan manido y demagógico de “Princesa del Pueblo”, que respondió a su afán de reinventarse después de su desastre matrimonial y cobrar una nueva fama, multiplicando gestos de indudable nobleza y generosidad, seguramente sinceros pero claramente dirigidos a realzar su imagen pública. Diana de Gales se demostró entonces como una auténtica y hábil manipuladora de los medios y de la opinión, muy lejos de la jovencita inocentona que salió al escenario del mundo en 1980 como prometida primero y más tarde esposa del heredero de la Corona británica. Pero repasemos su historia.
 
¿Quién era Diana?
 
Diana Spencer provenía, por parte de padre, de una dinastía aristocrática –la de los Spencer– que hundía sus raíces en la Edad Media, por la época de la Guerra de los Cien Años, y estaba emparentada con el clan escocés de los Hamilton. Por parte de madre también podía aducir orígenes nobles (su abuelo materno fue amigo de Jorge VI, el padre de Isabel II), de modo que la joven era una candidata muy aceptable para convertirse en la esposa del Príncipe de Gales. Por la época de su compromiso, la prensa nos la mostró como una señorita bien (en España diríamos coloquialmente “pija”) tímida y hasta algo pazguata. Su matrimonio –como todavía es uso en las familias de rango– fue arreglado. Fueron la Reina Madre Isabel y su primera dama de compañía, Lady Fermoy (abuela materna de Diana), quienes pensaron en la conveniencia de casar a sus respectivos nietos.
 
A la Reina y al duque de Edimburgo la idea les pareció muy razonable: Carlos, a sus 32 años, se mantenía en una soltería poco recomendable para un dinasta –máxime siendo Príncipe de Gales– y había que casarlo bien antes de que le ocurriera lo mismo que a su tío abuelo Eduardo VIII, que vivió despreocupadamente como un playboy hasta la madurez y acabó contrayendo un matrimonio polémico que forzó su abdicación. Carlos había tenido algunos escarceos con varias mujeres, pero la que prevaleció y se convirtió en su amante estable fue lady Camilla Parker-Bowles, casada con un oficial al servicio de la Reina. Al Príncipe de Gales no le entusiasmaba particularmente la perspectiva de la boda, pero era consciente de su deber y, espoleado por la propia Camilla (a quien la unión proyectada le parecía muy aceptable)**, accedió a pedir la mano de lady Diana, lo cual no necesariamente suponía que iba a abandonar sus hábitos amorosos. A una mentalidad burguesa esta perspectiva puede parecerle terrible y hasta monstruosa, pero entra dentro de la normalidad tradicional de los altos círculos sociales. Carlos pensaba en mantener las formas y para ello quizás contaba no sólo con su propia prudencia, sino con la discreción de su futura consorte.
 
Error (regio) de cálculo
 
Diana, sin embargo, no podía estar por la labor y lo triste es que nadie pareció darse cuenta. Se daba por descontada su educación aristocrática y la elasticidad moral que ella normalmente conllevaba. En realidad, Diana era una muchacha frágil, a quien el divorcio de sus padres cuando ella sólo contaba ocho años de edad, había afectado más de lo que podía preverse. Como reacción, se había refugiado en un romanticismo más propio de las novelas rosa de su abuelastra Barbara Cartland –fecunda autora de best-sellers– que del que podía ser normal y aceptable en una joven de su edad y condición. Se sobrevaloró su capacidad de adaptación a su nuevo estatus como miembro relevante de la Familia Real y a su vida de casada en las circunstancias peculiares que otra en su lugar hubiera asumido con naturalidad y sin aspavientos.
 
La ceremonia de cuento de hadas de su boda –que fue seguida en todo el mundo en directo por una audiencia sin precedentes para la época– estuvo acorde con la idealización que del amor había hecho Diana. Lamentablemente, pronto la realidad se impuso y con ella vino el desengaño y la frustración. Si hubiera estado mejor preparada y hubiera sido más sagaz, habría acabado por acomodarse sabiamente a la situación y sacar de ella el máximo provecho sin necesidad de suscitar escándalos ni salpicar con ello a la misma institución que le permitía a ella vivir despreocupadamente y gozar de poder e influencia. En lugar de ello, jugó a ser la víctima (y, en realidad, lo era, aunque en la misma medida que de los demás, de sí misma) y lo hizo de la manera más torpe posible. Protagonizó escenas histéricas, perdiendo los papeles y poniéndose en evidencia. Se dejó arrastrar por la bulimia y la anorexia. Transparentó su infelicidad en público. Pero lo peor de todo fue la declaración televisada de sus desdichas y su confesión de adulterio (con el capitán James Hewitt, que se revelaría con el tiempo un verdadero impresentable). Todo ello sin considerar el daño que podía acarrear a sus hijos, que aún eran unos niños. En resumen, hizo precisamente lo que una princesa consciente y responsable hubiera evitado a toda costa.
 
Después de su sonada separación (que hizo a su suegra la Reina definir 1992 como un annus horribilis)y posterior divorcio (en 1996), Diana, Princesa de Gales, se convirtió en otra mujer: mucho más desenvuelta y segura de sí, elegante hasta el punto de dictar moda y convertirse en musa de diseñadores y fotógrafos, solidaria y compasiva. Fue el icono de los noventa y el personaje que ocupaba indiscutiblemente el primerísimo lugar de la galería de la fama. Para llevar adelante su campaña de marketing se sirvió de esa misma prensa que le había ayudado a airear sus contrastes palaciegos y sus miserias conyugales: error fatal. Los medios de comunicación constituyen una fiera voraz que conviene no despertar y que una vez prueba bocado ya no se sacia nunca más. Diana de Gales pretendió domarla y amaestrarla, pero fracasó (como era de esperar), comprobando tarde que, en realidad, era ella la que se había puesto a merced de los medios. Entonces les declaró la guerra, guerra que estaba perdida de antemano y que, desgraciadamente, le costó la vida. Y no porque el accidente fatal del Pont del Alma hubiera sido provocado por los periodistas, sino porque ése no fue más que el giro más violento de la vorágine en la que la misma princesa se hizo tragar.
 
La Corona flota
 
Los que no conocen la Historia pensaban que la muerte de Diana de Gales era el tañido que anunciaba el fin de los Windsor y de la monarquía en Inglaterra. Ciertamente no fueron días felices para la Familia Real Británica, que vivió horas bajas. Pero los británicos tienen la virtud de no tomarse los líos de familia demasiado en serio*** y, al cabo de diez años, hete aquí que Isabel II sigue siendo querida y admirada (quizás todavía más que en el pasado, como quedó demostrado en las celebraciones del jubileo de oro de su reinado), su heredero se ha casado con el verdadero amor de su vida (la injustamente maltratada Camilla) y probablemente la haga su reina consorte, los hijos de Diana –Guillermo y Harry– honran de manera serena y madura la memoria de su madre (sin caer en la sensiblería barata ni en el fácil ditirambo e invitando, con toda naturalidad y espontáneamente, al servicio religioso en su homenaje a su antigua rival) y no se dan en el Reino Unido los indicios que empiezan a sobresaltar a las testas coronadas de buena parte de las otras monarquías (España incluida). Lo cierto es que, como dijo el rey Faruk de Egipto: “en el siglo XXI sólo quedarán cinco reyes: los de la baraja y el que reine en Inglaterra”.


* Los cursis de turno en España quisieron ver en el nombre del lugar un simbolismo emblemático alusivo al alma sensible de Lady Di. Ignoraban que en francés “alma” es “âme” y que “Alma” se refiere a la primera victoria de Napoleón III en la Guerra de Crimea en 1854, en cuyo honor fue inaugurado el puente sobre el Sena.


** Camilla Parker-Bowles se comportó como lo hiciera siglos atrás Diana de Poitiers, la amante de Enrique II de Francia. Sin pretender para ella el trono (prefirió guardar su viudez), aplaudió que el Rey se casase con Catalina de Médicis. Ésta tuvo el tino de no armar un escándalo cuando, al llegar al encuentro de su esposo se percató de la existencia de la querida real, limitándose a exclamar: “De modo que seremos tres…”. La duquesa de Valentinois llegaba a obligar a su augusto amante a cumplir con su deber marital para con la reina y los hijos de ésta –a los que trataba con cariño y apego– la llamaban “tía”. Otros tiempos, otras costumbres (sin duda, más civilizadas).
*** Después de todo, ya fueron testigos del tradicional y hereditario odio que enfrentó a cada rey de la Casa de Hannover con su sucesor y del espectáculo entre bochornoso y farsesco de las peleas conyugales del Regente, más tarde Jorge IV, y su esposa la reina Carolina de Brünswick-Wolfenbüttel, a la que, entre otras cosas, hizo cerrar las pesadas puertas de Westminster en las narices para impedir que entrara y fuera coronada con él. La Historia ha curado a los hijos de Albión de cualquier espanto.

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