Entonces lo llamábamos ligar llorando, o ligar a la baja. Hablo de finales de los años 60, cuando los chicos y chicas de entonces nos relacionábamos con arreglo a nuestro tiempo, en una España que salía despacio de un sistema donde la libertad de morderse mutuamente el pescuezo en la parte oscura de la discoteca, o en la habitación donde se dejaban los abrigos del guateque, empezaba a asentarse tras una larga travesía del desierto en la que los rosarios habían ejercido férreo control sobre los ovarios. Dicho más en laico, quiero decir –aunque ya saben lo que quiero decir– que una generación de jóvenes de dieciocho o veinte años, que era la mía y la de algunos de ustedes, se afirmaba al fin en su lógica naturaleza.
En aquel tiempo, entre los chicos varones había dos formas básicas de ligar o ser ligado. Una era el estilo Clint Eastwood, que consistía en comportarse con la audacia necesaria para romper el hielo. Algo en plan hola, qué tal, estudias o trabajas, fumas o no fumas, bailas o no bailas, me gusta este cine y aquella música, esa minifalda te queda formidable, igual te apetece un paseo en moto, si me sigues mirando así me da un infarto, me llamo Paco, Manolo, Cayetano, supongo que te dolerá la cara de ser tan guapa. O sea, que ligabas con el ingenio, la cara dura, el aplomo que tuvieras. Y si eras bien parecido, o alto, o gracioso, o cachas, o con labia, jugabas esas cartas. Y a veces ganabas. O más bien, cuando de verdad les interesaba, eran ellas las que te dejaban ganar, pues manejaban –manejan todavía, tengo entendido– como nadie la baraja.
La otra forma era el estilo Woody Allen: ligar llorando. Si eras torpe, o tímido, o feo, o acomplejado, y sobre todo si no tenías ni media hostia, la táctica era lo que los militares llaman aproximación indirecta. Te sentabas junto a la chica con el cubata en la mano, y mientras tu amigo guaperas o más lanzado se comía las amígdalas en la pista con la amiga a los compases de Lola de Los Brincos o Europa de Santana, encendías un Ducados y hablabas de la angustia vital, de la soledad del corredor de fondo, de cómo la vida sin sentido se deslizaba hacia un pozo oscuro, de las películas de Bergman, de las novelas de Hermann Hesse, del sexo como terapia, de las canciones de Paco Ibáñez y de que, en esencia, la vida del ser inteligente –o sea, la tuya– era una puñetera mierda. Con un poco de esfuerzo y entrenamiento hasta llorabas de verdad, dando lugar a que ella te cogiera la mano y te mirara intensamente, poniéndolo a huevo para comentar, al fin, lo mucho que te rondaba la idea del suicidio. Y aunque parezca hoy raro, aquello funcionaba. Las tías eran así. Conocí a estrechos de pecho, tiñalpas desmayados, feos de concurso, levantar con ese sistema a mozas espectaculares. Y si eras argentino, como el rollo ya lo traías de fábrica, ni te cuento. Y es que había que valer. Saber currárselo.
Me acuerdo de aquellos pavos cuando veo a ciertos herederos de sus maneras. Sigue habiendo ligones de ambas clases, aunque el tiempo alteró los argumentos. El guapo y el jeta se mantienen amos de la pista, aunque ahora les haga fuerte competencia el analfabeto chusma consagrado por la telebasura. Aun así, tocan el viejo registro. Pero el ligón a la baja ha sufrido una mutación curiosa. Ya no gimotea, porque se le descojonan, pero practica otro llanto. La espectacular explosión del feminismo, la necesaria transformación que éste impone al mundo, hace que muchos varones se alineen con él de modo sincero; aunque, si compruebas biografías y analizas alguna que otra repentina conversión, a veces localizas señales sospechosas. Detectas al llorón oportunista, en plan fui macho repugnante con las mujeres, Pepa, pero ahora veo la luz y te abro mi corazón criptofemenino mientras tomamos una copa y la pagamos a medias. No te digo guapa por no cosificarte, pero me gustaría echarte un polvo con mucho respeto y tu consentimiento por escrito, mitad del tiempo tú arriba y mitad del tiempo debajo, o sea, un polvo paritario. Y eso oyes decirlo, o casi lo oyes, a fulanos con nombre y apellidos, en este país donde no hay monumento al soldado desconocido porque aquí nos conocemos todos. Por ejemplo, a cierto mediocre plumilla, antes depredador bajuno y hoy paladín feminista, cuya mujer, embarazada de cuatro meses, quedó destrozada al encontrarlo con otra en la cama matrimonial. O a un mediocre cantamañanas que ejerce de chupacirios en el programa radiofónico de una respetable feminista, y que hace un par de años aún alardeaba por escrito: «Cuando quiero acostarme con una señora o señorita, la frase que más empleo es “a ver si quedamos un día para follar porque tengo muchas cosas que contarte”».
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