Prefiero al hombre que eleva la voz para decir sin ambages lo que piensa, aunque lo que piensa sea erróneo, que al hombre que oculta o disfraza lo que piensa. Porque el primero es plenamente humano, aunque insista en el error (o precisamente por ello mismo), mientras que el ‘moderadito’, bajo su pérfida apariencia de neutralidad amable, es un ser pérfido.
Y es que el rasgo más característico del ‘moderadito’ es su gustosa permanencia en el redil de las ideas recibidas, que repite como un lorito, a la espera de la ración de cañamones que premie su conformidad.
El ‘moderadito’ nunca tiene iniciativa, siempre adopta los usos del mundo, siempre asume las modas de la época, siempre corea o imita (con virtuosismo de ventrílocuo) las voces del momento. Todo lo que sea salirse de las pautas establecidas le parece exageración y desafuero; todo lo que sea expresarse con entusiasmo, con ardor, con crudeza, con vehemencia, le provoca disgusto, aversión, escándalo. El ‘moderadito’, aunque en su fuero interno no profesa sinceramente ningún principio, puede disimular de puertas afuera que los profesa; pero con la condición de que sean principios hueros, meras declaraciones retóricas, principios que no se apliquen o se puedan aplicar aguadamente.
Y, por supuesto, si alguien expresa esos mismos principios con un tono encendido y pretende aplicarlos sin reservas, se le antojará un energúmeno; y preferirá al que proclama los principios contrarios, siempre que lo haga con corrección, con morigeración, con fría y educada tibieza. Por supuesto, al ‘moderadito’ las afirmaciones o negaciones netas le provocan horror, porque lo obligan a tomar partido; prefiere las opiniones que picotean de todos los cestos, las expresiones brumosas, el sincretismo ambiguo, la borrosidad huera, la perogrullada, el mamoneo, el matiz. ¡Cómo le gustan al ‘moderadito’ los matices! Se moja las bragas matizando, el tío; y si, además de matizar, puede ‘consensuar’, entonces ya es que se corre de gusto. Nada gusta tanto al ‘moderadito’ como ceder una porción de lo que piensa (pues todo lo que piensa carece de valor) a cambio de tomar una porción de la opinión contraria; pues sabe que en este sopicaldo mental su babosería e inanidad pasan inadvertidas.
El ‘moderadito’ odia al hombre que se compromete y empeña su prestigio en defender una posición, porque sabe que su actitud gallarda deja en evidencia su cobardía. Si, además, el comprometido es hombre de verbo fácil y escritura lozana que se derrama con franqueza incontenible e incluso con cierta falta de pudor, el odio del ‘moderadito’ alcanzará cúspides diabólicas; y empeñará sus fuerzas en desprestigiar al hombre comprometido, acusándolo de charlatanería, de radicalismo, de intemperancia, de cualquier vicio real o inventado que lo haga aparecer ante los ojos del mundo como un orate. El ‘moderadito’ odia al hombre comprometido como el eunuco odia al hombre viril; y no vacilará en conseguir su condena al ostracismo (pero siempre de forma indolora, que para eso es ‘moderadito’).
El ‘moderadito’ considera que en toda opinión hay algo bueno y algo malo y que todo pensamiento que se expresa sin ambages es expresión de ciega soberbia. Naturalmente, todo esto son artimañas alevosas para convencernos de que su tibieza y cobardía son prudencia, tolerancia, sentido común. El ‘moderadito’ defiende los hábitos adquiridos, las inercias prejuiciosas, las convenciones establecidas y, en fin, todo lo que envuelve a las personas y a los pueblos en las telarañas de la pereza mental, de la repetición fofa, del estereotipo; en cambio, odia las tradiciones auténticas, que trata de convertir en costumbres maquinales y carentes de significado (y así, por ejemplo, el ‘moderadito’ puede llegar a participar en una procesión de Semana Santa y hasta del Corpus tan campante, con la misma aséptica complacencia con la que puede también participar en un desfile de carrozas del Orgullo Gay).
El ‘moderadito’ nunca se enfurece, nunca se exalta, siempre nada a favor de la corriente. Odia al pecador arrepentido, cuyos errores pretéritos gusta mucho de airear; porque para pecar y para arrepentirse hace falta dominar y ser dominado por las pasiones, y el ‘moderadito’, que es de sangre fría como las culebras, ha reprimido todas sus pasiones.
Al ‘moderadito’ le repugnan los hombres atormentados, porque con sus imperfecciones y recaídas muestran una aspiración doliente al ideal; y el ‘moderadito’ quiere que su ramplonería y neutralidad se conviertan en tabla rasa que nivele la grandeza y la miseria humanas. Porque el ‘moderadito’ es un hombre sin grandeza y sin miseria, es un hombre que no se indigna, que no se asombra, que no rabia, que no se humilla ni se arrepiente.
El ‘moderadito’ carece de orgullo para erguirse y de humildad para arrodillarse; porque, al fin, es un despojo humano, un hijo del demonio, un reptil al que conviene pisar cuando nos lo tropezamos en el camino, antes de que nos muerda con su veneno.
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