Los dispositivos que utilizamos, e incluso los aparatos domésticos, les están contando nuestra vida a sus fabricantes y a cualquiera que pague por ello.
La policía del pueblo de Bentonville, en Arkansas, encontró el cadáver del ex policía Victor Collins flotando en la bañera de la casa de James Andrew Bates, el 22 de noviembre de 2015. En febrero de 2016, Bates fue arrestado y acusado de asesinato. En agosto, los investigadores pidieron a Bates que les autorizara a acceder a Alexa. Les costó seis meses de batalla legal, hasta la semana pasada. Pero puede ser la clave: si alguien sabe lo que pasó aquella noche entre Bates y Collins es Alexa.
Alexa es un tubo de 23 centímetros llamado Echo [eco en inglés] con micrófonos que lo oye todo. Uno dice, «¡Hey, Alexa!», y luego le pregunta por el tiempo, el tráfico, le pide que le haga una llamada telefónica, que ponga tal o cual canción o lista de canciones... Pero Echo no sólo oye. También graba. Cuando uno dice las palabras mágicas «¡Hey, Alexa!», Echo no contesta, pero eso no quiere decir que no oiga. Y que no grabe. De hecho, lo graba todo. Y se lo manda a su fabricante y propietario, la empresa Amazon.
El caso de Collins, Bates y Alexa, es Hitchcock en el siglo XXI. Con algoritmos en vez de personas. Los chivatos están en casa. Las revelaciones de WikiLeaks, la semana pasada, sobre cómo la CIA puede hacer que las televisiones inteligentes Samsung le transmitan todo lo que oigan han sido la última constatación de una realidad. La privacidad ha muerto. O, mejor, la hemos dejado morir. Las instrucciones de la tele ya nos dicen que nos escucha. Igual que las de Alexa. Y las de Siri, el asistente virtual de Apple. Y las del servicio de taxis Uber.
Aunque no le pasen los datos a la CIA, nuestros teléfonos, nuestras tabletas y, cada vez más, nuestros coches, nuestra calefacción, nuestras alarmas contra incendios, nuestras neveras, y hasta nuestras bombillas, les están contando nuestra vida a sus fabricantes y a cualquiera que pague por ello. Nos habían vendido la casa inteligente y hemos firmado gustosamente la compra de la casa cotilla. El portero que sabía todo lo que pasaba en el edificio es ahora un algoritmo que, en vez de al vecino de escalera, le cuenta lo que sabe a una base de datos. O a varias.
Esa información se compra y se vende. En diciembre, la web de investigación periodística estadounidense ProPublica descubrió que Facebook no sólo usa las interacciones dentro de su red para crear el perfil publicitario individualizado de cada uno de sus 2.000 millones de usuarios, sino que también compra datos a terceros, incluyendo, por ejemplo, a apps que sirven para reservar mesa en un restaurante. Facebook tiene en promedio una docena de proveedores de datos por persona, sin contar con toda la información que recibe cada vez que visitamos cualquier web que tenga el botón de Me gusta de Facebook. No hace falta ni hacer clic.
«Los datos son el nuevo petróleo». Así lo dijo el 11 de julio Shivon Zilis, uno de los socios del ex alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, el noveno hombre más rico del mundo, gracias, precisamente, a su empresa de información financiera. David Kenny, de IBM, fue más lejos: «Los datos serán la moneda del futuro». No sólo moneda. También poder. El miércoles de la semana pasada, el presidente ejecutivo y tercer mayor accionista de Alphabet -la matriz de Google- Eric Schmidt declaró: «Creo que el Big Data es tan importante que las naciones-Estado acabarán luchando por él».
Big Data. O sea, Grandes Datos. Teóricamente, las empresas los almacenan a granel, de forma masiva, no individualizada. Pero esos datos están vinculados a dispositivos, y en muchos de esos dispositivos el usuario se ha identificado.
Prever lo que haremos
La empresa no sólo sabe lo que hacemos sino, también, lo que vamos a hacer. Toda la inteligencia artificial se basa en algoritmos de aprendizaje, o sea, en programas informáticos que aprenden el comportamiento de los usuarios. La máquina sabe a qué hora nos levantamos y a qué hora nos acostamos. Es la otra cara del Internet de las Cosas (IoT, según sus siglas en inglés), que es el nombre que recibe la aplicación de la revolución tecnológica a la industria.
«A las 6.45 de la mañana, MavHome [acrónimo en inglés de Gestión de Hogar Versátil Adaptable] enciende la calefacción porque ha aprendido que la casa necesita 15 minutos para calentarse hasta alcanzar la temperatura óptima para caminar por ella. El despertador suena a las siete, lo que da la señal para que la luz del dormitorio se encienda, igual que la cafetera en la cocina. Bob entra en el baño y enciende la luz. MavHome recoge esta interacción, muestra las noticias de la mañana en la pantalla del baño, y enciende la ducha. Mientras Bob se afeita, MavHome siente que Bob pesa un kilo por encima de su peso ideal, y ajusta el menú que le sugiere».
Ese párrafo está en el artículo ´El papel de los algoritmos predictivos en la arquitectura de la casa inteligente´, publicado por la Universidad de Texas en 2002. Doce años después, en enero de 2014, Google compraba por 3.077 millones de euros Nest, una empresa que fabrica termostatos y alarmas contra incendios inteligentes, que aprenden las rutinas de sus usuarios. MavHome ya está aquí.
Y la máquina del placer perpetuo, también. Los juguetes sexuales inteligentes se manejan desde el teléfono, con su propia app, de modo que el usuario (o usuaria) puede llevarlos por la calle y proveerse de un orgasmo por Bluetooth. Ahora bien: que sepa que ese orgasmo también ha quedado registrado. La empresa canadiense Standard Innovation acordó la semana pasada indemnizar con 2,9 millones de dólares a miles de clientes usuarios de su vibrador inteligente We-Vibe [Nosotros-Vibramos], a los que no había informado que el artilugio, además de su función, recolectaba datos sobre cómo, cuándo y dónde lo usaban.
Estos programas borran la distinción entre persona y máquina. Así lo reveló un estudio publicado en 2012 por los Institutos Nacionales de la Salud, el principal centro público de investigación de salud de EEUU, que detectó que los niños antropomorfizan estos aparatos. Evidentemente, no es difícil convertir en persona un dispositivo que nos escucha, nos responde, y nos cuida.
Sin embargo, la ética no se puede subcontratar a un algoritmo. Las tecnológicas no publican sus programas, ni informan de sus datos, así que, paradójicamente, sabemos más de lo que hacen los espías que los empresarios. «Históricamente, espiar era muy caro. Ahora, es barato», explica el ex asesor del Tribunal Constitucional de Sudáfrica Drew E. Cohen en conversación telefónica. Cohen estima que en 1940 hacían falta ocho policías -cada uno con su sueldo- en cuatro coches para seguir a una persona las 24 horas del día. Hoy, basta con mirar el GPS de su teléfono. Es virtualmente gratis. Es más: con la tecnología actual, el precio de localizar a un individuo o a 10.000 es casi el mismo.
Y no existe legislación ni regulación a este respecto. Jueces, parlamentos y gobiernos van muy por detrás de la tecnología del sector privado y de las agencias de espionaje. El mundo del siglo XXI será un mundo en el que sus habitantes habrán renunciado libremente a la privacidad.
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