Con el ascenso de Syriza, el Frente Nacional o Podemos, el término populismo ha saltado al plano mediático en Europa.
Introducción
Con el ascenso de Syriza, el Frente Nacional o Podemos, el término populismo ha saltado al plano mediático en Europa. Controvertido concepto que se ha convertido en un arma arrojadiza contra las corrientes de pensamiento alejadas del discurso de las élites y escenario ante el que Chantal Delsol, directora del Instituto Hannah Arendt y reputada intelectual francesa, presenta su ensayo «Populismo, una defensa de lo indefendible»). Un recorrido por la historia de un concepto más de actualidad que nunca; una radiografía de una Europa enferma, poco plural y poco democrática.
Delsol afirma que buena parte del ascenso de los llamados partidos «populistas» como Syriza, Podemos o el Frente Nacional se debe a la distancia. A la brecha que se ha abierto entre la élite y el pueblo, entre gobernantes y ciudadanos. «Europa está controlada por personas lejanas, plagada de tecnócratas completamente anónimos que nadie conoce. Tenemos la impresión de no saber quién ni cómo nos gobierna. Todo esto es incomprensible para los ciudadanos; el pueblo necesita representantes más cercanos, aquí aparece el sentimiento de arraigo, incluso patriota... En esta tesitura, la sociedad busca conceptos más reales».
“Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un término que designaba a un partido o a un grupo político específico, en Estados Unidos o en Rusia. La palabra tomó su acepción peyorativa a principios del siglo XXI”. Entre los dos sentidos se produjo un cambio importante, plantea Delsol: el movimiento emancipador de La Ilustración perdió en gran parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como una traición. Para clarificarlo, cita el fallo de ambos modelos, aunque de manera bastante más clara el ruso.
“Lenin ya había sufrido una decepción de este tipo –la mengua de los sectores populares en nombre de los cuales se pretende el asalto al poder–, al darse cuenta de que el pueblo ruso quería hacer algo distinto de la revolución, cosa que le condujo a utilizar el terror. Hoy día asistimos a ese mismo fenómeno: la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber perdido al pueblo”, escribe la investigadora y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia en unas palabras introductorias que tienen como punto de partida la pérdida de sustancia en el sentido original a la palabra: lo popular.
A través de un recorrido histórico y político, el libro plantea cómo pierde su principal sujeto político. En ese repaso, Delsol encadena una serie de interrogantes que apuntan en una misma dirección: dónde residen las causas del ostracismo al que, según ella, ha sido condenado el populismo. Parte de la respuesta –asegura- apunta hacia la deriva de los populismos en denostada verborrea, en signo de una democracia que se debilita: “El elemento popular ya no se adhiere propiamente a las convicciones de la izquierda, de ahí el populismo, una palabra despectiva que responde a la tradición del pueblo a sus defensores”. Todos los movimientos definidos contemporáneamente como populistas, asegura, tienen unas características comunes que la autora explica y relaciona con la noción de secuestro o traición al deseo de participación popular y el naufragio que semejante hecho en la demagogia.
“Según la opinión habitual, el populismo contemporáneo nace desde el rencor: el pueblo se siente instrumentalizado por la democracia, la democracia se siente traicionada por un hombre que va al pueblo directamente, sin transitar por el aparato racional legal –escribe Chantal aludiendo a los mecanismos de seducción de determinados liderazgos y discursos–. El populismo pone de manifiesto los problemas de la democracia. En realidad, es mucho más que eso. La mejor manera de descubrir su especificidad contemporánea es comparar los motivos populistas antes y después de que se expresa una verdadera conciencia popular”.
Chantal Delsol se propone así hallar qué relación tiene la demolición pública del populismo con los graves problemas de desafección política en Europa. “Esta constante estigmatización no es más que el claro ejemplo de la pervivencia de una lucha de clases, y de la enfermedad de una democracia que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio para rechazar aquellas ideas que son contrarias a las de la élite dominante”, afirma para dar cuerpo a una tesis que parece hacer aguas a veces en lecturas forzadas, travestidas en una cierta ambigüedad.
La historiadora y directora del Instituto Hanna Arendt sitúa el eje del debate actual del populismo en Europa, un contexto en el que, según ella, se enarbola un falso pluralismo dominado por el exceso de lo políticamente correcto y por tanto, una mirada que aplana el verdadero debate político. "Los populismos europeos no reivindican la supresión de la democracia, ni la amenazan cuando llegan al poder (...). Reclaman que es una alternativa, un debate". La lectura, selectiva en cierta medida, deja por fuera o toca tangencialmente la naturaleza de los populismos en América Latina. Se centra Delsol en las conceptos opuestos: emancipación y arraigo, individualismo y participación, también e la calidad de una democracia a la que, según ella, le faltan verdaderos aprestos para discutirse a sí misma.
La revisión del concepto de Europa que plantea Delsol atraviesa la idea de arraigo, pero todavía más la de ciudadanía. No se trata pues, del ciudadano como aquel que "supera su interés privado para ponerse al servicio de la sociedad a la cual pertenece", sino de una escala más amplia. Es decir, según la académica francesa no es el abandono del individualismo para convenirse como parte de un grupo; el ciudadano pasa de oponerse de lo privado a oponerse a lo público, justamente por un pensamiento universalista que adquiere forma en las distintas manifestaciones políticas de esa noción más amplia del ejercicio cívico.
La entrevista
–El populismo es, para usted, un insulto, una descalificación contra los partidos que mantienen un discurso diferente al de las élites. Más allá de esta concepción, ¿Qué significa?
–Es un concepto histórico. Ya aparece en el siglo XIX en Estados Unidos y Rusia; entonces no era un insulto, sino un término para designar a partidos políticos concretos. Sin embargo, a día de hoy, no queda nada de esta percepción. El populismo es un insulto. No hay nada de positivo en este término y, en ningún caso podemos hablar de un concepto político. Simplemente se trata de una injuria para desacreditar a ciertas corrientes de pensamiento. Hay que recordar que el término «populista» nunca ha sido reivindicado por los actores que son acusados de serlo; sólo son llamados así por sus adversarios.
–Y para usted los principales enemigos de la democracia son los demagogos, pero ¿se puede llegar a confundir demagogia y populismo?
–La primera ya era considerada hace más de 2.500 años como un estado de perversión, una voluntad para pervertir la democracia, que como establece su propia definición, cede el poder al ciudadano y éste busca el bien común frente al bien individual. Y la demagogia consiste en alabar los deseos particulares, es absolutamente contraria a la democracia. El populismo, por su parte, representa a un pueblo que rechaza los deseos de emancipación de las élites. Alguien populista no tiene por qué caer en la demagogia. Si tachamos a un partido de demagogo es para tratar de desacreditarle sin argumentos. Por ejemplo, en Francia, no se puede tildar a los miembros y partidarios del Frente Nacional (FN) de demagogos. No lo son: no rechazan pagar sus impuestos o combatir por Francia, más bien todo lo contrario, se precipitarían por defender su país. Sus votantes son personas con valores de arraigo, buscan el bien común. Un demagogo prefiere proteger su confort particular frente a estos valores.
–Asegura que «es normal que una democracia luche (...) contra la demagogia, contra su plaga mortífera». ¿Cómo?
–La única solución es el diálogo, establecer un debate para echar abajo los argumentos demagógicos. En un país donde prevalece el bien común, todo ello no puede tener un largo recorrido; los ciudadanos no son individualistas. Cuando no se toma en serio el bien común, es fácil caer en la demagogia y, entonces, la democracia tiene los días contados. Para hacerle frente, el bien común debe ser un valor fuerte, arraigado en la sociedad.
–Acusa a las élites de utilizar el término «populismo» para desacreditar a algunas formaciones, ¿tienen miedo del éxito de estos partidos?
–Claro que lo tienen, se trata de partidos que, entre comillas, les obligarían a dar un paso atrás, retroceder. En un sistema donde el progreso es un valor supremo, esto suscita cierto miedo. La cuestión no es si se va a retroceder o avanzar; todo depende del momento en el que estamos, de si hay o no un equilibrio, de la voluntad del pueblo.
–Podemos, Syriza o el Frente Nacional han sido acusados de «populistas». ¿Tienen algo en común estas formaciones?
–No sé si Syriza ha sido calificado como tal, al menos no por todo el mundo. Los partidos de extrema izquierda no suelen ser englobados en este concepto. El Frente Nacional, Podemos o Syriza, todos tienen puntos en común: son partidos que quieren recuperar la esencia popular. Representan el deseo de un pueblo de regresar al escenario político, exactamente lo que reclamaba Orwell. Puedes ser de izquierdas o de derechas y querer cambiar la realidad política.
–Syriza, con un discurso diferente al de las élites, consiguió llegar hasta las instituciones europeas, sin embargo poco queda de su esencia original, de su propia soberanía..
–No entendí por qué no llegó hasta el final, quizás porque sabía desde el principio que Europa no iba a hacer ninguna concesión... Había algo de falso en este movimiento. Finalmente Europa no ha hecho ninguna concesión y Syriza sí. Quizás no conozca demasiado bien el caso de Syriza, pero parece que aquí ha habido algo de fraude.
–«La acusación de populismo (...) da cuenta de la reticencia de la opinión dominante a la hora de aceptar (...) una verdadera democracia en el espacio europeo». ¿Es posible hablar de democracia y pluralismo en la Unión Europea?
–De ninguna manera podemos hablar de democracia en la Unión Europea. Sus gobernantes no son realmente elegidos por el pueblo. El Parlamento Europeo, donde finalmente se decide, no está formado por verdaderos políticos, muchas veces son, incluso, administradores. No sólo no hay democracia, tampoco hay políticos como tal, es una tragedia griega... Son administradores, gestores, no políticos. Tampoco podemos hablar de pluralismo a nivel europeo, hay un discurso políticamente correcto muy fuerte, hay unas pocas ideas permitidas y defendidas, eso es todo.
–¿Es la homogeneidad de pensamiento el futuro de la Unión Europea?
–Creo que, aún sin estar conceptualizado, es así. Se impondrá una ideología, pero no creo que se trate de un complot.
–Escribe que «(...) los populismos europeos no reivindican la supresión de la democracia, ni la amenazan cuando llegan al poder (...) Lo que reclaman es una alternativa, un debate (...), la recepción de opiniones contrarias». ¿Es posible integrar discursos extremistas en la democracia actual?
–Se trata de un problema muy importante y muy complejo, no es posible responder de manera general. No es una tragedia, como el caso griego, es un asunto en manos del pueblo. La sociedad debe tomar la decisión de prohibir un partido, tanto de extrema derecha o de extrema izquierda, si lo considera peligroso. Si se trata de formaciones que, una vez en el poder, derribarían el sistema democrático. Se han dado casos a lo largo de la historia, en Alemania se prohibió el partido nazi y en Estados Unidos pasó algo parecido con el partido comunista. En ambos casos fue una decisión del pueblo. Entiendo que, en diferentes momentos de la Historia, se prohíba la existencia de partidos considerados «antidemocráticos», siempre y cuando sea una decisión de la propia sociedad. Sin embargo, permitir la existencia de una formación política para luego desacreditarla es hipócrita y síntoma de un falso pluralismo.
–Usted habla de «emancipación» y de «arraigo», valores asociados a la izquierda y a la derecha, como conceptos bien diferentes y opuestos. ¿No es posible combinar ambos?
–No podemos mezclarlos, son dos valores diferentes, con procesos de incubación distintos. Pero podemos tratar de encontrar un equilibrio; sin duda, como humanos necesitamos ambos valores. La democracia, en su esencia, fue creada para encontrar la armonía entre la emancipación y el arraigo; si la democracia está enferma es porque a día de hoy no hay ningún equilibrio. Es necesaria una búsqueda, un debate, es imprescindible debatir y escuchar al otro. Sin embargo, no existe ningún debate en torno a este tema, la única prioridad es correr tras el máximo de libertad individual.
–¿Se puede defender la identidad y el arraigo en Europa?
–Somos humanos, occidentales, europeos, franceses, bretones... La identidad no es un problema si sus valores no se contraponen. Es ridículo que podamos ser europeos y no franceses y europeos. Todos tenemos unas raíces; el populismo recupera este arraigo, reclama la identidad, los lugares donde están enterrados nuestros familiares, donde hemos crecido, lo que conocemos. Es humano, no somos personas descarnadas
El libro
La temática del populismo político está evidentemente de moda; recientemente se han publicado varios libros en su favor (E. Laclau, La razón populista), o en su contra (L. Zanatta, El populismo; M. Wiñazki, Crítica de la razón populista). El libro de Chantal Delsol (cuyo título en francés es Populisme. Les demeurés de l’histoire) forma parte de otro ámbito de ideas, el estrictamente europeo contemporáneo, y en él se analiza con extensión, riqueza de los análisis y profundidad de las argumentaciones, el fenómeno de los movimientos populistas de derecha europeos, tales como el Frente Nacional francés, Forza Italia de Berlusconi, el partido Ley y justicia de los hermanos Kaczynski en Polonia y el movimiento de Jörg Haider en Austria. También se podría sumar a este grupo a los denominados «comunitaristas» norteamericanos, liderados por Mary Ann Glendon, Robert Bellah y el canadiense Charles Taylor, aunque Delsol no hace referencia alguna a ellos.
La tesis central de Delsol en este libro es que todos estos partidos, a los que se denomina peyorativamente «populistas», surgen como una reacción frente a la ideología preponderante en las élites europeas, heredera de la Ilustración francesa y que propugna la emancipación universal de los individuos de todo tipo de arraigo particularista y comunitario. Y en especial, la liberación humana de cualquier norma moral «heterónoma», y la afirmación de los derechos individuales y de los sistemas económicos de mercado preponderante. Esta ideología, al igual que todas, supone una conceptualización y universalización de la existencia humana, así como un alejamiento de las realidades más concretas: la familia, la comunidad local y la patria; y todo esto en nombre de una liberación abstracta, que considera al hombre como meramente autónomo y desligado de vínculos morales, políticos o jurídicos concretos. Sostiene la autora que «en esta guerra de dioses que se lleva a cabo entre emancipación y arraigo, las élites se encuentran sobre todo del lado de la emancipación, y los pueblos más del lado del arraigo».
Los sectores populares, afirma Delsol, que en otras épocas hacían profesión de marxismo o al menos de socialismo, hoy en día se han transformado en pequeño-burgueses, con su apartamento, su auto y sus vacaciones (aunque modestas) en la playa y no tienen interés alguno en perder todo lo que ha logrado en aras de una revolución universal liberadora, que sospechan que los liberará del apartamento, el auto y las vacaciones. Por eso, las élites semiintelectualizadas (e ideologizadas) de Europa desprecian a esta gente simple, que ama su región, su país, su trabajo y su cultura, desconfía de los inmigrantes y los ecologistas, protesta por el matrimonio homosexual y porque los colegios son un desorden donde no se enseña nada.
Delsol muestra cómo la última etapa de la ideología de la emancipación es el comunismo y cómo Lenin se separó de las huestes del populista Pléjanov, que defendía a las masas campesinas rusas tratando de mejorar su situación real mediante medidas concretas. Lenin, luego de haber leído a Carlos Marx, asumió que el populismo elemental de su colega Pléjanov debía ser superado por una revolución mundial, protagonizada por el proletariado industrial y encabezada por la élite intelectual del Partido Comunista, que emancipara a toda la humanidad y para siempre de las cadenas de la moral, la economía y el derecho, pero sobre todo del localismo, el particularismo y las exigencias de la realidad concreta. Por eso en la Unión Soviética el gran enemigo del Partido gobernante y de la colectivización que éste imponía fueron los campesinos, fieles a la iglesia ortodoxa y necesitados de soluciones simples y concretas para los problemas de la vida cotidiana. Esta oposición terminó con la «exterminación de los kulakí (pequeños campesinos) como clase», que se concretó en varios millones de muertes anticipadas por hambruna o asesinato y otras tantas deportaciones a los campos de concentración del Gulag.
Para Delsol esa fue la realización extrema e irracional de la ideología de la emancipación, que en nuestros días se ha difundido en una versión soft o light, que se concreta en lo que se denomina «políticamente correcto».
«En el contexto democrático posmoderno –escribe la autora– el populista es un maleducado: no sigue las reglas consensuadas de la convivencia. Lo que se suele llamar ‘políticamente correcto’ no indica forzosamente que exista un pensamiento prefabricado [aunque de hecho existe], sino que no se debe decir crudamente todo aquello que uno piensa. Esta regla de ética ciudadana –concluye– va demasiado lejos, en efecto, hasta impedir que se desarrolle el pensamiento libre, ya que a fuerza de no poder decir nada, se acaba por no pensar nada tampoco».
La ideología de la emancipación predominante, tiene repercusiones alarmantes en al ámbito de la filosofía de la educación y de la pedagogía; en efecto, según expone acertadamente la autora, «educar significa, al menos en nuestra tradición, formar un espíritu que sea capaz de pensar por sí mismo.
No se puede confundir educar con prescribir un contenido de pensamiento. Educar a la ciudadanía no consiste en defender una ideología, sino en desarrollar cualidades de discernimiento, de juicio, de responsabilidad, que permitirán a cada uno forjarse su propia opinión sobre el destino común». Por el contrario, la pedagogía «emancipatoria» tiene por objetivo convencer de una sola línea de pensamiento: la ideología de la liberación. Parte de la base de que el niño es biológica y psicológicamente autónomo y que resulta «políticamente incorrecto» ponerle límites, por razonables que estos sean. El resultado es el que todos conocen: los estudiantes no aprenden prácticamente nada, ni a respetar nada, ni a pensar por su cuenta; esto último resulta especialmente peligroso para una ideología de pensamiento único, que pretende que los sujetos repitan lo que se les dicta, pero que no piensen con sensatez y realismo.
Chantal Delsol saca de todo esto una conclusión fundamental: el hombre no es mero arraigo, ni simple abstracción universal; no se trata de defender a ultranza un particularismo cerrado, ni de diluirse en un universo sin límites, ni geográficos, ni culturales, ni morales. De lo que se trata es de desplegar las dos tendencias humanas fundamentales: la de permanecer arraigado en el ser y la voluntad de transformarse mediante la liberación de energías novedosas y de posibilidades todavía no explotadas. Esta fue, por otra parte, la gran enseñanza del pensamiento clásico, que la autora conoce con excelencia y erudición, y que vuelve a proponer para recuperar el arte de vivir una vida buena y armoniosa.