Una mañana, en Madrid y hace ya varios años, presencié una escena a la que creo haberme ya referido en otra ocasión, en esta misma página: un fulano con muy mala pinta, evidentemente empastillado hasta las trancas, amenazaba a los transeúntes con un cuchillo de notables dimensiones. Mariconas, decía. Que voy a daros a tós porque dentro, mariconas. Frente a él había dos policías nacionales de uniforme, fuska en mano, intimándolo, dicho sea en lenguaje administrativo, a deponer su actitud. Pero el otro no sólo no la deponía, sino que insultaba a los policías y a los transeúntes y amagaba dar tajos con el cuchillo. Mariconas, etcétera. Los maderos se miraban entre ellos, como diciendo qué carajo hacemos, colega, y ninguno se decidía a meterle en el cuerpo a aquel pájaro un balazo que lo dejara seco. Sabían la ruina que les caería encima como apretaran el gatillo. Y claro. Consciente del asunto pese al colocón que llevaba, el fulano del baldeo, tras amenazar un poquito más, salió corriendo de pronto como un cohete, seguro de que nadie lo iba a parar en serio. Los dos policías corrieron detrás, desaparecieron los tres de mi vista, y no sé en qué acabó la cosa, pues al día siguiente no leí nada en los periódicos. Supongo que no lo pillaron. O sí, cualquiera sabe. Pero recuerdo muy bien lo que me quedé pensando: para nada quisiera estar en la piel de esos dos pringados. De esos dos policías.
El atropellador y el picoleto
Siete años ha empleado la lentísima Justicia española en decidir si un guardia que con todos los motivos del mundo se carga a un malo en acto de servicio es culpable o inocente.
Una mañana, en Madrid y hace ya varios años, presencié una escena a la que creo haberme ya referido en otra ocasión, en esta misma página: un fulano con muy mala pinta, evidentemente empastillado hasta las trancas, amenazaba a los transeúntes con un cuchillo de notables dimensiones. Mariconas, decía. Que voy a daros a tós porque dentro, mariconas. Frente a él había dos policías nacionales de uniforme, fuska en mano, intimándolo, dicho sea en lenguaje administrativo, a deponer su actitud. Pero el otro no sólo no la deponía, sino que insultaba a los policías y a los transeúntes y amagaba dar tajos con el cuchillo. Mariconas, etcétera. Los maderos se miraban entre ellos, como diciendo qué carajo hacemos, colega, y ninguno se decidía a meterle en el cuerpo a aquel pájaro un balazo que lo dejara seco. Sabían la ruina que les caería encima como apretaran el gatillo. Y claro. Consciente del asunto pese al colocón que llevaba, el fulano del baldeo, tras amenazar un poquito más, salió corriendo de pronto como un cohete, seguro de que nadie lo iba a parar en serio. Los dos policías corrieron detrás, desaparecieron los tres de mi vista, y no sé en qué acabó la cosa, pues al día siguiente no leí nada en los periódicos. Supongo que no lo pillaron. O sí, cualquiera sabe. Pero recuerdo muy bien lo que me quedé pensando: para nada quisiera estar en la piel de esos dos pringados. De esos dos policías.
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