No doy crédito a lo que en los tres últimos días he visto. Pocas veces he sentido tanta vergüenza ajena y propia. Ajena por esos 2.500 mamarrachos chinos (no se me ofendan Confucio y Lao-Tse), invitados por un millonetis más hortera que unos pantalones de campana, que han invadido Madrid, Toledo y Barcelona. Y propia, la vergüenza, por el recibimiento que mis compatriotas les han tributado. Imposible es discernir en esta ocasión quiénes, si los españoles o los chinos, se han llevado la medalla de oro de la imbecilidad. Los chinos vestían todos igual, con una camiseta azul (celeste, claro, por el Imperio) a modo de cencerro, desfilaban en compactas filas como si fuesen súbditos de Kim Jong-un, hacían aspavientos, emitían grititos, daban saltitos, asistían a simulacros de corridas de toros, devoraban arroz grasiento con despojos convencidos de estar tomando una paella, compraban llaveros, abanicos, banderillas, trajes de lunares, porrones y gilipolleces así, se dejaban fotografiar a troche y moche haciendo con los dedos el gesto de la victoria e iban a toda pastilla, Toledo arriba, Toledo abajo, Gran Vía abajo, Gran Vía arriba, como si fueran figurantes en una película de celuloide rancio. Sus anfitriones, políticos en su mayor parte, acudían a recibirlos al pie del avión, les ponían alfombra roja con ribetes dorados (una concesión al gusto chabacano de sus huéspedes) y les rogaban por señas, pues entenderse con un chino en castellano es tarea imposible, que pasaran por caja. Inenarrable fue el zapateado con jipidos, sombrero cordobés y falda de volantes que les ofrecieron en Barajas para poblar con pesadillas su jet lag. Los camareros, cocineros, taberneros, titiriteros, barquilleros, rateros, estatuas vivientes, limpiabotas y vendedores ambulantes de la Plaza Mayor se frotaban las manos antes de extenderlas para recibir la aportación del millonetis a la maltrecha economía doméstica. Sólo faltaba Berlanga. Pero lo peor de todo, lo más ridículo, era la atención que los presentadores de los telediarios prestaban a los recién llegados, la importancia que les atribuían y la sonrisita meliflua con la que les reían las gracias. Creía yo que entre nosotros no cabe un tonto más. Me equivocaba. Caben 2.500, y lo que te rondaré. Esto no ha hecho más que empezar. ¿Cómo se dice socorro en chino?
China cañí
Pocas veces he sentido tanta vergüenza ajena y propia. Ajena por esos 2.500 mamarrachos chinos (no se me ofendan Confucio y Lao-Tse), invitados por un millonetis más hortera que unos pantalones de campana, que han invadido Madrid, Toledo y Barcelona.
No doy crédito a lo que en los tres últimos días he visto. Pocas veces he sentido tanta vergüenza ajena y propia. Ajena por esos 2.500 mamarrachos chinos (no se me ofendan Confucio y Lao-Tse), invitados por un millonetis más hortera que unos pantalones de campana, que han invadido Madrid, Toledo y Barcelona. Y propia, la vergüenza, por el recibimiento que mis compatriotas les han tributado. Imposible es discernir en esta ocasión quiénes, si los españoles o los chinos, se han llevado la medalla de oro de la imbecilidad. Los chinos vestían todos igual, con una camiseta azul (celeste, claro, por el Imperio) a modo de cencerro, desfilaban en compactas filas como si fuesen súbditos de Kim Jong-un, hacían aspavientos, emitían grititos, daban saltitos, asistían a simulacros de corridas de toros, devoraban arroz grasiento con despojos convencidos de estar tomando una paella, compraban llaveros, abanicos, banderillas, trajes de lunares, porrones y gilipolleces así, se dejaban fotografiar a troche y moche haciendo con los dedos el gesto de la victoria e iban a toda pastilla, Toledo arriba, Toledo abajo, Gran Vía abajo, Gran Vía arriba, como si fueran figurantes en una película de celuloide rancio. Sus anfitriones, políticos en su mayor parte, acudían a recibirlos al pie del avión, les ponían alfombra roja con ribetes dorados (una concesión al gusto chabacano de sus huéspedes) y les rogaban por señas, pues entenderse con un chino en castellano es tarea imposible, que pasaran por caja. Inenarrable fue el zapateado con jipidos, sombrero cordobés y falda de volantes que les ofrecieron en Barajas para poblar con pesadillas su jet lag. Los camareros, cocineros, taberneros, titiriteros, barquilleros, rateros, estatuas vivientes, limpiabotas y vendedores ambulantes de la Plaza Mayor se frotaban las manos antes de extenderlas para recibir la aportación del millonetis a la maltrecha economía doméstica. Sólo faltaba Berlanga. Pero lo peor de todo, lo más ridículo, era la atención que los presentadores de los telediarios prestaban a los recién llegados, la importancia que les atribuían y la sonrisita meliflua con la que les reían las gracias. Creía yo que entre nosotros no cabe un tonto más. Me equivocaba. Caben 2.500, y lo que te rondaré. Esto no ha hecho más que empezar. ¿Cómo se dice socorro en chino?
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