El propósito de esta nota es resumir la lógica de quienes defienden la libertad de expresión y responder a algunas de las objeciones más frecuentemente formuladas. En efecto, muchas gentes piensan “que no se puede decir todo”, pero lo que raramente se discute con claridad es, precisamente, la cuestión fundamental, que es la de saber qué se quiere prohibir y sobre la base de qué principios.
Por lo pronto, hay que recordar que el derecho no es lo mismo que la moral, y que, aun si fundado en principios morales, el derecho no puede regularlo todo: hay acciones que pueden juzgarse inmorales pero que no puede prohibir ley ninguna. Por consiguiente, se puede perfectamente considerar que determinados propósitos son odiosos, escandalosos, etc., sin por ello pretender prohibirlos.
Además, en toda sociedad y en todas las épocas, la libertad de expresión ha existido siempre. Al menos, para algunos. Nadie ha impedido jamás al papa o al rey de Francia expresarse libremente. Por definición, la censura ha sido siempre ejercida por quienes tienen el poder, y en particular, por quienes disfrutan de libertad de expresión, contra quienes no lo tienen. Por consiguiente, la única cuestión que hay que plantear a propósito de la censura es la de saber en nombre de qué principios las gentes que pueden expresarse tienen derecho a impedir que otros lo hagan.
Los partidarios de la censura pueden reponer que una censura ejercida por tribunales y bajo el control de un parlamento electo en un estado democrático no es lo mismo que una censura “totalitaria”. Es verdad, pero esta defensa de una censura “democrática” está expuesta a dificultades, en mi opinión, insuperables. Para explicarlas, partiré de algunas consideraciones generales, para abordar luego el problema jurídico fundamental y, finalmente, ofrecer algunas observaciones de tipo pragmático.
La primera observación que puede hacerse es que la censura de la minoría por la mayoría trae consigo riesgos evidentes. Tal vez haga callar a un “negacionista” o a un “apologista del terrorismo”, pero también reduciría al silencio a Galileo, a Darwin, a Einstein, así como a todos los creadores artísticos que se han colocado, al menos en algún momento, en posiciones minoritarias. ¿Se necesitan tamañas alforjas para tan corto viaje?
Los partidarios de la censura en las sociedades democráticas son habitualmente conscientes de este tipo de problemas; dirán, por lo tanto, que lo que pretenden es limitar la censura a las ideas “verdaderamente” odiosas, o “verdaderamente” peligrosas, dejando así trabajar en paz a los Einstein y a los Picasso.
Pero el problema jurídico fundamental al que se enfrenta esta clase de posiciones dimana del hecho de que el derecho democrático moderno descansa en normas de alcance general, aplicables de manera imparcial: no aceptar esa premisa, significa recaer en la arbitrariedad del poder y de las lettres de cachet [del monarca absoluto]. Pero ¿cómo combinar esta exigencia con la censura?
Los criterios más frecuentemente invocados para justificar la censura aluden al carácter manifiestamente falsario y mentiroso de lo expresado, o a su carácter odioso o hiriente, o aun a su carácter nocivo. Veamos, paso a paso, por qué ninguno de esos criterios puede aplicarse de manera imparcial.
El primer criterio es claramente inaplicable: ¿qué hacer con los millares de doctrinas peregrinamente caprichosas o pseudocientíficas? ¿No son acaso, al menos algunas de ellas, manifiestamente falsas? ¿Quién se arriesgaría, empero, a legislar al respecto? Una comisión de censura encargada de estas cosas, ¿no correría el riesgo de prohibir por lo sano las ideas científicas nuevas? En lo que hace a la mentira, se supone que aquí se juzga no sólo la falsedad de lo dicho, sino también la intención de quien lo dice, lo que hace que el problema sea todavía más complicado.
En lo tocante a las ideas odiosas, tratar de censurarlas es reinstaurar el delito de blasfemia. Pero casi todos los fieles se sienten heridos por las ideas sostenidas por los ateos o por los creyentes de otras religiones. ¿Es razonable confiar al legislador la tarea de distinguir entre ideas verdaderamente odiosas e ideas que no parecen odiosas sino en función de prejuicios religiosos? La señora Oriana Fallaci, cuyos libros se venden como rosquillas, escribe que los musulmanes se multiplican “como las ratas”. El humorista Dieudonné se permite, sin que eso despierte protesta, comparar la religión con el hecho de “tirarse un pedo en el cuarto de baño” (significando con eso que es un asunto de todo punto privado). Si esas manifestaciones son toleradas, ¿por qué no habrían de serlo otras? Y si lo que se quiere es prohibirlas, ¿cómo hacerlo de manera imparcial sin prohibir al propio tiempo muchas otras?
Está, luego, la cuestión de los “efectos” de los discursos: la idea es que hay que censurar los discursos nocivos o peligrosos. El problema es que, por definición, la censura refuerza siempre el poder de los que ya lo tienen, y no permite en ningún caso censurar los aspectos más nocivos de los discursos dominantes: lo único que permite es hacer callar a los marginales, cuyos discursos, precisamente porque vienen de personas marginalizadas, no pueden tener consecuencias directas importantes. Es harto probable que los discursos cuyos efectos son, en la práctica, superlativamente nocivos sean precisamente los textos “sagrados” de las “grandes” religiones: todos contienen llamamientos a la guerra contra los infieles, llamamientos que a veces son tomados muy en serio por los creyentes. ¿Pero quién quería censurar
Se ha sugerido a veces que hay que prohibir la expresión de ideas marginales precisamente antes de que se conviertan en dominantes y peligrosas; las de Hitler antes de su toma del poder, por ejemplo. Pero las tomas de poder no resultan solamente de la expresión de ideas (sigue habiendo nazis en nuestras sociedades, y algunos se expresan: ¿por qué no toman el poder?); están vinculadas a todo tipo de circunstancias socioeconómicas e históricas. Que pueda o no actuarse sobre ellas plantea un problema complicado, pero suponiendo que pueda actuarse (por ejemplo, una solución de la crisis económica, o una alianza entre los adversarios de Hitler), no se ve por qué la censura habría sido entonces necesaria. Por otra parte, es difícil de imaginar que, en ausencia de tales acciones, la sola censura habría bastado para detener a Hitler.
De hecho, a este tipo de objeciones siempre se puede replicar de manera general apelando a una idea de John Stuart Mill: dejad que la verdad y el error se batan en igualdad de armas. ¿Quién pensáis que ganará? Los partidarios de la censura responderán sin vacilar: el error (apelando, por ejemplo, a la idea de que las masas son fácilmente manipulables). Mas, razonando de esta guisa, ¿no habría entonces que esperar que la censura quede finalmente siempre bajo el control de quienes están en el error y que las posibilidades de que triunfe la verdad serán, por lo mismo, eliminadas para siempre jamás?
Libertad de expresión: ¿qué limites?
Es verdad que determinadas locuciones no están protegidas por la libertad de expresión: si un individuo apunta con un revólver sobre la sien de otro y un tercero dice “¡tira!”, en ningún país se considerará eso como expresión de una opinión. La diferencia radica en que se trata aquí de una incitación (ilegal) inmediata. Desde el punto de vista de la defensa de la libertad de expresión, la distinción fundamental es la que se da entre las palabras y las acciones: las primeras son libres, pero las segundas, evidentemente, no, y en determinadas circunstancias, las palabras (“¡tira!”) pueden asimilarse a las acciones. Provocar artificialmente pánicos –gritar “¡fuego!” en un teatro abarrotado cuando no hay incendio alguno— tampoco está cubierto por la libertad de expresión, pero el motivo es que la palabra en este caso es una forma de acción con efectos inmediatos.
Evidentemente, es imposible, como ocurre a menudo en el derecho, ofrecer criterios mecánicos y universalmente aplicables que permitan distinguir entre expresión de opinión y palabras asimilables a la acción. Pero la idea de que sólo son condenables las palabras que incitan a acciones inmediatas es una buena manera de evitar que no sean censuradas opiniones en virtud de supuestas consecuencias que puedan tener a largo plazo. Por ejemplo, “la incitación al odio racial” no es, salvo en muy particulares circunstancias, una incitación a acciones inmediatas, y su represión debe verse como un obstáculo a la libertad de expresión. Si hubiera que aplicar de manera imparcial la censura en materia de incitación al odio racial, habría que empezar prohibiendo buena parte de los libros sagrados, así como una buena parte del pensamiento occidental, que abunda en apologías de la guerra, de la esclavitud o del racismo. Repitamos, de nuevo, que cuando hoy se reprime la incitación al odio racial lo que está en el punto de mira no son sino discursos marginales. Como observó Chomsky, no existen realmente “leyes contra el odio”; lo que existen son leyes contra las gentes que resultan odiosas a quienes tienen poder para legislar, que es muy distinto.
Para ilustrar esta idea, puede contrastarse la virtuosa indignación de que hizo gala en febrero de 2006 la prensa europea a propósito de las reacciones del mundo musulmán contra las caricaturas danesas de Mahoma con el silencio casi unánime de esos mismos “defensores de la libertad de expresión” cuando un historiador británico, David Irving, en viaje por Austria, fue detenido y condenado a tres años de cárcel por una afirmaciones negacionistas expresadas en 1989, de las que él mismo se excusa y respecto de las cuales, dice, ha cambiado de opinión. Respecto de este asunto, hay que destacar que el fiscal sostiene que esta retractación es fingida, buscando únicamente evitar una pena mayor. Siguiendo esa misma lógica, el Santo Oficio no debería haber sido tan clemente con Galileo, cuyo arrepentimiento, sin duda, era fingido.
Se cala por sabido que hay también otras limitaciones que pueden imponerse a la “palabra”, y que tienen que ver con la difamación, con los insultos y con el respeto de la vida privada. Pero, aparte de que este tipo de problemas tiene más que ver con el derecho civil que con el derecho penal, es preciso evitar que las instituciones o los individuos poderosos puedan hacer callar a quienes les critican, persiguiéndoles, de manera abusiva, por difamación. Poner sobre el tablero nociones como “difamación de la memoria” o “responsabilidad del historiador” es, de nuevo, abusar de la noción de difamación con objeto de reducir al silencio ciertas opiniones.
Además de estas cuestiones jurídicas de principio, hay problemas específicos pragmáticos, sistemáticamente ignorados por quienes piensan “que no se puede decir todo”: por lo pronto, el de la eficacia de la censura. Todas las ideas anticomunistas se difundieron, a pesar de la censura, en los países socialistas. Pero lo mismo ocurrió con las ideas republicanas bajo las monarquías, o con la idea de independencia en las colonias. Y todo eso pasó antes de internet. Tras el advenimiento de este instrumento, no hay sino que desear buena suerte a los censores. Por lo demás, hay que hacerse muchas ilusiones sobre la situación del racismo en nuestras sociedades para creer que las leyes que reprimen su expresión tienen algún efecto positivo. Y en lo que hace al negacionismo, las declaraciones de 2005 del presidente iraní en tal sentido lo que sugieren es que esas ideas están relativamente difundidas en el mundo musulmán.
Otro problema pragmático que tiene que afrontar la censura es que el pensamiento humano es algo a tal punto sutil y capaz de tantos matices, que cuando se pretende aferrarlo con una argolla (lo que se puede decir y lo que no se puede decir), casi siempre halla el medio de eludirla y expresar “de otra manera”, “con otras palabras”, etc., lo mismo que los censores quieren prohibir. Sólo un marco absolutamente totalitario podría impedir eso, al menos temporalmente. Leyes como
Finalmente, otro problema pragmático es el de la pendiente resbaladiza: ¿dónde se detendrá la justicia? Si se censura al señor X, pero se autoriza al señor Y a defender la libertad de opinión del señor X, entonces resultará harto difícil proceder de modo tal, que no terminen por conocerse las opiniones del señor X, cuando, en realidad, impedir eso último era uno de los principales objetivos de la censura. Así que hay que hacer callar al señor Y. Aparece, entonces, el señor Z, que admite que se condene al señor X, pero que cree que el señor Y tiene derecho a expresarse… Tales preocupaciones no son puramente teóricas. El caso Gollnisch ilustra bien el problema: este profesor de derecho internacional y de civilización japonesa en
Dicho sea de pasada, la cuestión no es saber si a uno le “gusta” Gollnisch (o Faurisson, Irving, etc.), sino hasta qué punto se está dispuesto a sacrificar los principios más elementales de la justicia y del derecho para hacer callar a la gente que se detesta.
Resulta, por lo demás, paradójico constatar cómo, en Francia, es a menudo la izquierda o la extrema izquierda la que alienta a la censura, al menos contra sus enemigos (nada de libertad para los enemigos de la libertad, los “fascistas”, etc.), sin percatarse del hecho de que la lógica censora implica que, tarde o temprano, la censura terminará por ser empleada por los poderes que esos movimientos políticos se proponen criticar, y por consecuencia, se volverá contra ellos. Las condenas contra los críticos “radicales” del sionismo por antisemitismo ilustran a la perfección ese fenómeno. Se oye a menudo decir a la izquierda que la defensa de la libertad de expresión, en los casos de Faurisson o de Gollnisch, “sirve” a la extrema derecha. Pero, en la medida en que eso sea verdadero (está por ver), sólo lo es porque la mayor parte de la izquierda se niega a defender la libertad de expresión por principio, es decir, incluida la de sus enemigos.
Para terminar: uno de los equívocos más corrientes viene de confundir el acceso a los grandes medios de comunicación con la posibilidad de expresarse a título privado. No cabe la menor duda de que el acceso a los grandes medios de comunicación, en los EEUU como en Europa, es extremadamente favorable a los partidarios del “libre mercado” o del militarismo. Ese sesgo plantea un serio problema en una sociedad sedicentemente democrática. Pero la cuestión de si cualquiera tiene derecho a expresar sus ideas de manera privada, mediante exposición oral de sus ideas, con cartas o con artículos enviados a los periódicos es muy distinta. La respuesta a los problemas dimanantes de los sesgos en los grandes medios de comunicación se halla, una vez más, en las ideas de Mill: quienes critican el orden social deben exigir que los medios de comunicación dominantes dediquen un espacio mucho mayor a verdaderos debates en los que sus ideas pueden batirse con las de los demás “en igualdad de armas”, y no exigir que se dé indirectamente a los detentadores de esos medios la posibilidad de suprimir toda disidencia por la vía de reforzar la censura.