San José Stalin, ejecutor, San Moctezuma, devorador, rogad por nosotros.
En el año prodigioso de 1989, ocupando Juan Pablo II la cátedra de San Pedro en Roma, la humanidad pareció liberarse para siempre de la más espantosa pesadilla de su historia: el terror comunista. Atrás quedaba un número no inferior a los cien millones de víctimas: asesinadas en las cunetas, asesinadas en las checas, en los gulag, en las hambrunas científicamente programadas, en las deportaciones sin otro destino que la muerte en un vagón helado. Asesinadas sin juicio. Asesinadas sin defensa, sin escrúpulos, sin tasa.
Y no sólo la fantasía criminal del hombre había conocido en el comunismo su expresión más vigorosa. También el arte de amargar la vida de los (aún) no asesinados alcanzó en la plomiza sordidez de los edificios y ciudades comunistas un refinamiento nunca visto hasta entonces.
«¿Por qué tienen que morir las hojas allí donde vamos nosotros?». Esta pregunta de una escritora comunista, recogida en la autobiografía de Arthur Koestler, nos descubre en una línea la esencia venenosa de aquel movimiento. El «Archipiélago Gulag» de Solzhenitsyn lo hace en varios cientos de páginas.
O eso pensábamos hasta ayer mismo. Porque ayer tuvimos el gusto de recibir una nueva iluminación del Papa Francisco. Esta vez en forma de visita al presidente boliviano Evo Morales, en la que aceptó gustoso la condecoración de la orden al mérito «padre Luis Espinal». Dicha orden, consistente en la figura de un crucifijo sobre hoz y martillo, reproduce al parecer el «crucifijo» de tan benemérito «padre». Y por si acaso la medalla no fuera suficientemente grande, el obsequioso presidente le entregó al romano pontífice una réplica de la blasfemia en tamaño original, para que todo el mundo pudiera verlo.
Tiempo les faltó a los católicos de guardia para explicarnos que el Papa no sabía que esto iba a ocurrir, que había sido sorprendido por el presidente Morales, que incluso había reprobado el gesto con un «eso no está bien», que se le veía serio y disgustado, y yo qué sé más. Ay, ¡pobres católicos de guardia! Qué poco recorrido tienen sus interpretaciones en este pontificado. Pues no han pasado ni veinticuatro horas y ya tenemos al portavoz del Papa negando que Francisco reaccionara negativamente al regalo, y afirmando que esa cruz-hoz-y-martillo es realmente un símbolo de diálogo y libertad; un símbolo del empeño por la liberación y el progreso del país.
Por supuesto, la hoz y el martillo constituyen símbolos de libertad. ¿Cómo no habíamos reparado en ello antes? Quizás por no haber escuchado con la atención suficiente al Papa la otra noche, cuando nos explicaba que el cura marxista Espinal «predicó el evangelio y ese evangelio molestó, y por eso le eliminaron». Así de sencillo.
Mis queridos católicos de guardia: Se impone una rápida revisión de todo lo que pensabais creer sobre el comunismo. A partir de ahora, ya ha quedado claro que debéis creer justo lo contrario. Ánimo, y a desdecirse con prontitud, garbo y elegancia. Convendría, eso sí, que borréis cualquier sombra de duda sobre vuestra fidelidad al pensamiento pontificio. Y para ello, nada mejor que promover, desde ya, la beatificación de los líderes principales de ese movimiento de liberación y progreso. El más grande de todos fue Stalin, y el más liberador. De manera que os está faltando tiempo para pedir su elevación a los altares.
Ya de paso, y para evitar nuevos deslices, deberíais solicitar también la canonización de Moctezuma, el caníbal, el caudillo del pueblo de los sacrificios humanos, habida cuenta de que, en la misma tacada, el Papa Francisco ha pedido también perdón por los «crímenes contra los pueblos originarios» en la conquista de América.
San José Stalin, ejecutor, San Moctezuma, devorador, rogad por nosotros.