Hemos dejado de conversar como antaño lo hacíamos, de pegar la hebra o darle al palique o como quieran ustedes llamarlo. Si hay un rasgo que hermana a los pueblos latinos es que tradicionalmente eran buenos conversadores; y conviene especificar que ´conversador´ no significa ´verboso´ ni ´facundo´, ni siquiera ´locuaz´. ´Conversar´ no es hablar tan solo, sino más bien como la propia etimología de la palabra indica «dar vueltas en compañía». ¿Y dar vueltas a qué? Pues a todo lo que se tropieza en nuestro camino empezando por uno mismo y siguiendo por nuestro interlocutor, como perrillos curiosos y juguetones, dar vueltas a todo lo que la multiforme vida nos brinda cada mañana, que siempre es algo distinto e irrepetible. Conversar es entretejer la vida con palabras, celebrarla e inquirirla en su misterio, probar a desvelarla y, cuando hemos descubierto al fin que su misterio es inagotable, seguir sin embargo asediándola, por el gusto de la compañía. Conversar, a la postre, es ir descubriendo un alma, a medida que probamos a descifrar el mundo: nuestra propia alma, desde luego, pero sobre todo el alma de la persona que conversa con nosotros; sin atosigamiento, sin prisa, sin afán ni interés alguno, disfrutando del paulatino descubrimiento, como quien disfruta de un paisaje nuevo. Conversar es uno de lo más altos placeres del espíritu, tal vez el más alto de todos; y por ello mismo quienes anhelan la muerte del espíritu se empeñan tanto en dificultarlo e impedirlo.
La conversación en los pueblos latinos siempre había sido un instinto natural que afloraba a la más mínima oportunidad: desde luego, al calor del hogar (durante generaciones, congregados en invierno en torno de la chimenea y en verano a la sombra de la parra, nuestros antepasados conversaban incansablemente), pero también en los lugares más insospechados,y entre personas que no se conocían de nada hasta ese momento: en la sala de espera del médico, en el vagón del tren, en la cola de la compra. De las conversaciones familiares al amor de la lumbre o al resguardo de la parra nacían unos afectos fuertes y duraderos (no es posible amar sin conocer, y al conocimiento de las almas se llega a través de la conversación); y de aquellas conversaciones impremeditadas que se entablaban en los lugares más peregrinos brotaban de vez en cuando amistades espontáneas, y en cualquier caso pasajeros deleites que ensanchaban nuestro horizonte vital. Aunque yo ya crecí en una época en que la conversación empezaba a estar perseguida por hábitos de nuevo cuño que conspiraban contra el sentido comunitario de la vida, recuerdo que cuando era niño mis padres mantenían conversaciones frecuentes con casi todos los vecinos del edificio en el que vivíamos; treinta años después, yo apenas conozco a los vecinos de mi edificio, con los que cruzo ¡a regañadientes! algún saludo en ascensor o, como mucho, algún trivial comentario meteorológico.
En la vida absurda que llevamos, todo conspira contra la conversación: nos obligan a viajar hacinados en los transportes públicos para ir a la oficina; para hacer menos aflictivo nuestro hacinamiento, nos enchufamos al oído aparatos que nos aíslan de la realidad circundante, o vivimos prendidos de pantallas que nos transmiten un espejismo de compañía (¡cientos, miles de amigos virtuales!) y que, en realidad, no hacen sino ahondar nuestra soledad; llegada la hora de la comida, lo hacemos de cualquier manera, acuciados siempre por el reloj, sin posibilidad de sentarnos a una mesa en compañía grata, mucho menos de disfrutar de una sobremesa; cuando regresamos a casa, más cansados que unos zorros, encendemos el televisor, para que unos tíos que repiten como papagayos las consignas y eslóganes que les han transmitido sus jefes de negociado o partido nos llenen la cabeza de mierda, o nos zambullimos en interné, para repetir o retuitear las consignas y eslóganes con los que previamente nos han machacado las meninges, creyendo ilusoriamente que son pensamientos originarios.
Y, antes de acostarnos, ponemos un poquito la radio, ´para que nos haga compañía´.O más bien para que nos haga olvidar que no tenemos compañía; o que, si la tenemos, no sabemos qué hacer con ella, porque han logrado que dejemos de conversar, porque han conseguido que dejemos de sentir curiosidad por el alma del prójimo, para que la nuestra se gangrene y envilezca. Y así nuestra vida termina siendo como la de los muebles, con los que alguien siempre termina haciendo leña.
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