Ver y padecer el decrecimiento del bienestar general. Achicado el margen de adquisición y consumo. Alejada la esperanza de tener un puesto de trabajo, o tenerlo bien remunerado, etc. Todo eso es una cosa, y otra diferente, es aceptar la realidad, llamarla por su nombre verdadero y asumir el esfuerzo de buscar una alternativa. O, al menos, identificar la razón que lo provoca y rechazarla.
Todo parece indicar que eso supera, con mucho, la capacidad de esfuerzo de las masas.
En efecto, el conjunto social de nuestra moderna y democrática sociedad lamenta el hecho de no disponer de futuro para sus jóvenes, de ver perdidas las prestaciones civiles y deterioradas las instituciones políticas, sociales y culturales. La vida humana en suma.
Pero otra cosa —¡mucho ojo!— es que esa misma madeja de desatinos y disgustos moleste de verdad a alguien o se quiera cambiar realmente.
El cuerpo social de los países proclama así, sin darse cuenta, que ama lo que pierde y la causa que lo hace perder. Aclama que suspira tanto por lo que tiene o tenía como por el motivo que lo hurta o ha hurtado; y afirma sin rubor que lo quiere recuperar, pero sin remediar las causas por las que lo ha perdido.
La sociedad occidental discurre a toda velocidad por una pronunciada cuesta abajo infestada de casi todos los males que el pensamiento y la vida ordenada o meramente equilibrada pueda echar de menos. No sólo por su carencias materiales, económicas o físicas de los últimos años (esas son las menos importantes, dado el lastimoso estado general); también, y sobre todo, por una ausencia casi total de aplicación racional, o de sana lógica argumentación en cualquier orden de la vida.
Millones de personas están en el desempleo y sin esperanza alguna de conseguirlo. Aquel que lo tiene lo tiene por poco tiempo y no gana suficiente dinero. Aquellos a quienes les gustaría ser independientes en sus propias casas se ven obligados a vivir de acogida auspiciados por sus padres o abuelos. Los que padecen enfermedad o dependen de los servicios sociales, por no buscar más ejemplos, tampoco ven satisfechas sus demandas. La pobreza infantil va en aumento. No se tiene inconveniente en airearlo, manifestarlo y llorar por ello. Cuando proclaman las quejas en la calle reciben el titulo de “indignados” y se les otorga el uso de la razón cuando, en realidad, no están haciendo otra cosa que dar palos al agua y mostrar su mansedumbre.
Creen quienes así de torcidas valoran las cosas que la vida es bella, y que las carencias de las que se quejan (hoy en día casi toda la población del planeta) sólo son cosas de fácil e ilusoria solución que alguien, algún partido político, algún día, saldrá de una urna y lo solucionará con la fuerza mera fuerza del optimismo.
Sin embargo, cuando se hace una exposición detallada de los motivos verdaderos por los que eso es así —demostrando racionalmente que se debe al errático y chabacano comportamiento social y político de los Estados y de los pueblos, en su inmensa mayoría denominados “modernos y democráticos”— no pasa de ser considerado como un simple análisis pesimista.
Así las cosas, el mundo entero parece decir: “la vida es bonita; la vida que llevamos nos gusta, pero no las miserias y penalidades que nos depara; unas miserias que, sin embargo, no queremos saber a qué se deben”.
¡Y ay de aquel que las proclame aunque sea sustentándolas en el más argumentado de los razonamientos! Quien lo haga, y sea escuchado, no pasará de ser considerado un pobre, simple y triste pesimista. Condena ésta, decretada por sabiduría popular y sin apelación posible.
Esta es una repulsa implícita que se proclama con rabia y energía. Más por quienes necesitarían de razones para superar sus miserias que por los que las causan y promueven.