Una de las características de nuestro tiempo es la tendencia, sin duda programada, a llenar de contenido absoluto ciertas palabras cuyo sentido, positivo o negativo, depende en gran medida de las circunstancias. De ahí que, por poner un ejemplo, la palabra “tolerancia” haya adquirido categoría de valor incuestionable cuando hay y suceden tantas cosas que son intolerables. Y, sin embargo, “tolerancia” y “tolerante”, en el discurso actual y, por tanto, en la mente de la mayoría, son palabras asociadas siempre a lo bueno. Peligrosísimo engaño, como todo lo que tiene que ver con la manipulación del lenguaje. Vivimos en tiempos de tolerancia obligatoria. La inculcada creencia de que la tolerancia es en sí un valor ha tenido y tiene como efecto un evidente debilitamiento del músculo moral de la sociedad. Lo mismo sucede a la inversa, es decir, con palabras que en las últimas décadas se han cargado de connotaciones negativas, asociadas ridículamente al mal absoluto. Pensemos en la palabra “discriminación” (excepto, claro está, cuando es “discriminación positiva”), algo que no es otra cosa que distinguir. Pero qué peligroso es eso de distinguir en estos tiempos de “igualdad”, otro “valor” incuestionable de nuestra época. No nos extrañemos de que, en la era del igualitarismo, la palabra “discriminar” esté demonizada.
Para conocer a fondo una época es necesario un estudio de las palabras que santifica y de las palabras que demoniza. La lista de unas y otras es larga. Pero hay una en particular que llama la atención por lo elevado de su status y lo trivial de su contenido en el panorama actual: se trata de la palabra “cambio”. Tanto es así que el cambio, un medio necesario en distintos ámbitos de la vida, desde un cambio de zapatos a un cambio de actitud, se ha convertido en una meta, una necesidad per se, una panacea a la que aspirar. El cambio se ha convertido en un culto. Vivimos tiempos de cambiolatría: los partidos políticos prometen “cambio”, conscientes de los efectos seductores de la palabra entre la gente (conscientes también del hartazgo y decepción que causan sus políticas). Los mercaderes, de la mano de las modas y de la obsolescencia programada, mantienen al consumidor (fea palabra) activo en un cambio a menudo tan innecesario como vertiginoso. Las loterías hablan de que el ganarlas “cambiará tu vida”. Parece, pues, que si aún hay alguien conforme con su vida y que no desea, por lo tanto, cambiarla, sería casi tan ilocalizable como la por siempre oculta aguja en el pajar. Triste cosa, ya que no hay nada que alimente más el espíritu y la sana conformidad (que no conformismo) que un camino vital encontrado, acorde con las necesidades de cada individuo. O, mucho mejor aún, acorde además con los ideales de cada individuo.
Sin embargo, asistimos a una constante incitación al cambio: se incita al hombre actual a cambiar insistentemente, se le incita a cambiar de indumentaria, a cambiar de vida, a cambiar de relaciones, incluso a cambiar de cara. Asistimos a una inquietante paradoja: la imposición del cambio como fin en sí mismo diríase que es la más eficaz cortina de humo para cegarnos con respecto a la necesidad de un cambio verdaderamente necesario: aquel que es la lúcida y valiente hazaña de cambiar el rumbo del mundo actual, el rumbo que desnorta e infantiliza al individuo, que le desarraiga de su identidad, de la tradición a la que pertenece, de su cultura, y le hace cada vez más manipulable.
Hay una guerra declarada a lo permanente, a lo estable, a todo aquello que tiene raíces. De ahí la repetición hasta la náusea de frases hechas como la de que hay que “olvidar el pasado y mirar sólo al futuro”, frase cuya banalidad es reflejo de una sociedad cada vez más infantilizada, porque el hombre acrecienta su infantilismo a medida que ignora su pasado. Asistimos al doloroso espectáculo de una sociedad seducida con lo nuevo, tan seducida con el cambio que no duda en cambiar valores por juguetes.
Las sociedades aburridas, víctimas del peor de los aburrimientos, ése que nace de un profundo vacío espiritual, son presa fácil de las diversas idolatrías con las que un tiempo que está perdiendo el sentido de lo sagrado intenta enmascarar su miseria. El cambio es uno de los ídolos de nuestro tiempo. Lo novedoso, por el mero hecho de serlo, se convierte en lo más deseado, con un deseo tan impaciente como efímero, pues lo novedoso, pronto y de manera inevitable, ha de dejar paso a lo más novedoso aún. Y así sucesivamente en una voraz e infantil cambiolatría.