Robert Redeker, filósofo y autor del ensayo "Le soldat impossible" (Pierre- Guillaume de Roux, 2014) reflexiona sobre el lugar del soldado en la sociedad actual. Lugar imposible, execrado y maldecido por nuestra gente. Por primera vez desde que el hombre es hombre.
El soldado ya no nos hace soñar ni es un modelo para la juventud. Nuestra época, en este cabo del Asia que es el extremo oeste europeo, se caracteriza, frente a todas las pasadas y a casi todas las civilizaciones, por este rasgo: el soldado no ocupa un lugar central, sagrado, venerable, en el imaginario colectivo. Ya no es objeto de deseo. Nadie escribiría hoy, como Hugo: “Si yo no hubiera sido poeta, habría sido soldado”. Los padres no quieren la carrera militar para sus hijos: el prestigio del uniforme se ha marchitado, desdeñamos la nación y la patria, nuestra relación con el sacrificio y la muerte se ha reconfigurado radicalmente en los últimos decenios. Más allá del fin del soldado, vivimos los tiempos del soldado imposible.
Quien se pregunte por las razones de esta desafección descubrirá el triunfo de los valores femeninos, el reinado simbólico de la mujer en el universo occidental, la patología de la contrición y la enfermiza vergüenza de sí misma que está llevando a Europa, especialmente a Francia, al lecho de los moribundos de la Historia. Tampoco hay que olvidar la sombra opresiva del nazismo. A largo plazo, el nazismo ha conseguido que la guerra, los ejércitos, los valores bélicos, las banderas, los uniformes nos resulten insoportables. La reductio ad hitlerum que fustigaba Leo Strauss trasciende los argumentos: deslegitima las realidades, especialmente la realidad militar. ¡Pero fue la guerra y no el pacifismo quien venció a los nazis! Por una burla de la Historia, el pacifismo, que no luchó contra ellos ni contra el estalinismo, puede agradecer al nazismo que, sin proponérselo, acabara por desprestigiar la guerra.
El soldado ha sido muerto por la contraseña y comodín de nuestra época: los valores. Cuando el sentido desaparece, cuando todas las morales se desvanecen, cuando fines y principios caen en la decrepitud, se impone el concepto de valor para ocultar el vacío. Ahora que nada vale, no se habla más que de valores. El soldado mataba y moría por objetos de amor a los cuales entregaba insensatamente la vida y la muerte: Francia, la nación, la patria, el Emperador, el rey. Esos objetos eran, ciertamente, entes ficticios, pero no eran valores, es decir, ideas. Hoy se propone al soldado, o más bien a la función así denominada, combatir por los derechos del hombre, la democracia, lo humanitario; en una palabra, convertirlo en militante. ¿El soldado ha sido sustituido por el militante armado de los derechos del hombre? Entonces, ¿qué es lo que ha reemplazado a la nación y a la patria? Los valores. Las ideologías.
Los valores son sincrónicos, mientras que entes como la nación y la patria son diacrónicos. La nación, al tiempo que arraiga en el pasado y en el territorio, se proyecta hacia el porvenir. Su dimensión carnal, de carne formada con la piel de los hombres y las arrugas de la tierra, no debe escapar a nadie. El discurso de los valores- se reescribe la Historia proclamando que los soldados del 14 y los de Argelia murieron por unos valores, cuando lo cierto es que murieron por Francia- expresa el presentismo, ese encarcelamiento en lo actual que rechaza la dimensión diacrónica del compromiso militar. Es una mordaza en el alma del soldado y de la nación que les impone el discurso de la ideología: lucháis por ideas, no por Francia. Así, esta sustitución de la nación por el valor revela el abandono del pasado; es una cesión que no logra disimular un rechazo.
El fin del soldado, su recambio por un militante estatal con armas y uniforme, se inscriben en una patología social más mucho más amplia: el rechazo a la herencia. Desdeñamos, despreciamos, marginamos al soldado porque su uniforme nos recuerda el largo plazo y sus exigencias. Por un instante, vamos a ser salteadores de ideas y robarle un término a Renaud Camus, el de desheredero. El ejército y la escuela son instituciones hermanas, las dos comparten una herencia. El soldado y el profesor son hermanos porque ambos son portadores de un legado. La crisis de la escuela y la del ejército son la misma crisis, quizá mortal, resultante del intento de emplearlos para fabricar hombres completamente opuestos a los que se supone debían formar: desherederos.
Quedan las palabras sobre las cosas cambiantes, mostrándonos la ilusión de la permanencia. Entre los filósofos, pensar al soldado es todavía más raro que pensar la guerra. Pero no hay nada más iluminador sobre los cambios de las sociedades actuales, sobre sus derivas patológicas, sobre la transformación de los regímenes de antropofactura (de fabricación de hombres), que aplicar a lo bélico el concepto de valor, que escamotear al soldado por el militante de los derechos del hombre y fabricar desherederos, ese dispositivo imaginario que hace imposible al soldado.
Traducción de Susana Arguedas
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