Y los pijoprogres lanzaron la "revolución moral"
Christian Vanneste
03 de marzo de 2014
El Estado de los pijoprogres no tiene ningún derecho a erradicar las tradiciones ni a hacer de cada niño una página en blanco en la que escribir la ideología del hombre nuevo.
Hay que desmantelar los estereotipos. Esta fórmula, como un leitmotiv, se ha convertido en el lema ideológico de la izquierda. Ahora que esta ha comprendido que su política económica condenaba a su política social, se repliega peligrosamente al terreno de los valores y las conductas. Ahora que sabe que la pretensión de repartir mejor la riqueza consigue sobre todo que se produzca menos, la izquierda ha renunciado a ser reformadora social para convertirse en revolucionaria moral.
Esta evolución es paralela a su desplazamiento sociológico. Los obreros la han abandonado y los pijoprogres han ocupado su lugar. Ellos no tienen problemas para llegar a fin de mes, sino ganas de liberación moral. Por ello se hace necesario que, en Francia, la escuela “de la República” produzca en serie conciencias puras como páginas en blanco, limpias de prejuicios despreciables inculcados por las familias y provistas solo de su razón, en tanto que miembros indistintos de la humanidad.
Hasta ahora nos movíamos en terreno conocido, el de la escuela laica de Ferdinand Buisson, conmovedoramente rejuvenecido por Vicent Peillon. El enemigo es la religión, sobre todo la católica. Esta concepción reconocía al menos la objetividad de ciertos referentes: la pertenencia nacional a través de la lengua y de la historia, la familia educadora junto con la escuela, la ciencia experimental como fundamento del saber, la República como fuente de valores.
Pero hoy la nación está condenada a la contrición y al arrepentimiento frente a toda clase de colectivos. Se ataca con saña a la familia y las teorías más extravagantes, como la del “género”, invaden el país de Descartes y de Claude Bernard. La República ya no es el bien común, sino una herramienta ideológica para la división. Ya no se trata solo de eliminar tradiciones y prejuicios contrarios al progreso, hay que desmantelar y sustituir. Es preciso acabar con los despreciables estereotipos, esos prejuicios que operan en los grupos a los que pertenecemos. Por desgracia, los estereotipos constituyen la identidad comunitaria, definen las conductas que han sido seleccionadas por la Historia por su utilidad para la vida en común. Su negación cuestiona el derecho a la identidad y a la diferencia, ¡que es precisamente un tópico de izquierdas!
Igualdad no es confusión. Todas las culturas se basan en el reconocimiento de las identidades sexuadas y de su complementariedad, que es el venero de su porvenir. Cada sociedad organiza los roles asignados a los sexos. A partir de estas identidades y roles se forjan modelos, patrones de conducta, tipos ideales que se inscriben en las mentalidades y crean una identidad cultural. Es legítimo que esta evolucione y que la política reforme los estatutos jurídicos hacia una mayor igualdad. Pero el propósito de destruir una mentalidad y los valores que entraña mediante la persecución de los estereotipos es un asesinato cultural, un totalitarismo inaceptable en una democracia.
El Estado debe aspirar al bien común, dirigir los asuntos comunes y proteger a las personas. No tiene ningún derecho a moldear las mentalidades, a erradicar las tradiciones, a hacer de cada niño una página en blanco en la que escribir la ideología del hombre nuevo. Menos aún tiene derecho a combatir no ya representaciones culturales, sino realidades objetivas como los sexos biológicos.
© Boulevard Voltaire
Traducción: Susana Arguedas
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