¿Qué sabíamos ya de Facebook? Sabíamos que lo que uno escribe ahí sólo tiene de privado el nombre. Que esa foto tuya en la que dabas volteretas en la arena de la playa después de la fiesta de fin de año de tu Escuela de Comercio, y que estaba destinada a ser compartida sólo con tus amigotes, acabaría quizás cinco años después siendo examinada por quien, si no hubiera sido por ella, se habría podido convertir en tu patrón.
También se sabía que lo que lo que uno publica se queda ahí de por vida. Aquellos chistes verdes, aquellas declaraciones virulentas que publicaste con la inconsecuencia de tus dieciocho años y suprimiste cuando entraste en la vida activa porque chocaban con tu condición de respetable ejecutivo, no han desaparecido realmente para quien se tome la molestia de buscar a fondo y con los medios precisos. Uno lo sabía y lo aceptaba. Porque nada se puede hacer. Porque Facebook es más fuerte que uno. El símbolo mismo de la servidumbre voluntaria.
Pero lo que no se sabía —nos acabamos de enterar ahora— es que ese permanente acoso también afecta… a lo que nunca has publicado. Aquello que sólo has esbozado. Aquellas palabras rápidamente mecanografiadas bajo el golpe de la emoción. Aquellos exabruptos airados, aquellas declaraciones ampulosas, aquellas respuestas mal escritas y peor estructuradas, todo aquello que has desechado y borrado como se estruja una carta que se tira a la papelera: todo es conservado por Facebook. Como los borradores que, conforme escribes, van generándose en G-mail… Así lo revela un estudio publicado por dos norteamericanos que trabajan (o han trabajado) para Facebook y han estudiado el comportamiento de “autocensura” de cinco millones de usuarios anglófonos.
¿Acaso se pensaba alguien que una empresa tan ambiciosa como Facebook no tiene un servicio de Investigación & Desarrollo? ¿Que se contentaría con ir tirando eternamente del concepto de amistad virtual sin buscar otras salidas para todo lo que es capaz de almacenar, como si un descuartizador se contentase de quemar las osamentas sin vender ni el cuero ni las pieles?
En Zuckerbergland no hay derecho al olvido, al arrepentimiento, a las palabras que exceden el pensamiento. Y todo lo no dicho, o mejor, no escrito, tiene un extraordinario interés, puesto que refleja la impulsividad primaria antes de ser ésta refrenada por la razón. Estamos, en suma, en el comienzo del acoso y persecución del espíritu, puesto que lo que se ha dejado de escribir es lo que se ha pensado con tremenda fuerza… en estado bruto, antes de ser aseptizado, limado, pulido, controlado y declarado apto para exportarlo a los amigos. Hay ahí un prodigioso interés comercial, pero también —¿por qué no?— judicial… Uno tiene derecho a guardar silencio, sí, sí… Pero todo lo que envíes al correo, y también todo lo que hayas estado a punto de enviar, todo se podrá retener contra ti.
Se dice que, con Facebook, no se tienen auténticos amigos. Pero lo que sí parece que se tiene es un auténtico enemigo. Gracias a una curiosa paradoja, las redes sociales corren el riesgo de acabar alienando la palabra tanto como la han liberado estos últimos años.
© Boulevard Voltaire