Para alguien tan pretecnológico como yo, incapaz de distinguir una red social de una red cangrejera, la lectura del reportaje Bienvenidos a la web oculta, publicado en El Semanal por Carlos Manuel Sánchez, ha resultado muy aleccionadora. Su autor me descubría la existencia de una deep web, una suerte de «búnker digital inexpugnable», inaccesible para los motores de búsqueda, cuyos usuarios pueden navegar sin dejar rastro, así como consagrarse a las más diversas modalidades de delincuencia: blanqueo de dinero, pederastia, terrorismo, etcétera. Afirma Carlos Manuel Sánchez que, cuando un usuario de interné accede a estas cloacas, «solicita a un servidor los nodos disponibles. Su petición va rebotando de un nodo a otro y saltando de país en país de manera aleatoria; la información del ordenador es sucesivamente cifrada y modificada entre cada eslabón hasta que llega al destino final». De este modo, se pretende asegurar el anonimato del internauta, que a cambio de una navegación más lenta podrá dedicarse a actividades non sanctas; aunque el autor del reportaje se esfuerza por aclarar que este sistema de navegación también lo emplean disidentes y opositores de regímenes tiránicos, la impresión que a uno le queda es que la deep web es un cónclave o gatuperio de criminales, con su aderezo de pajeros y adúlteros vergonzantes.
Dominada la primera impresión de horror que nos ha producido imaginar a esa caterva (al parecer, creciente), nos hemos preguntado si en verdad estas letrinas de interné serán inaccesibles para los servicios de inteligencia de los gobiernos. Carlos Manuel Sánchez no acaba de pronunciarse al respecto; sostiene que en otro tiempo tal vez lo fueron, pero que en la actualidad se sospecha que la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense ha descubierto su vulnerabilidad. Estas suspicacias lo confesaré se me han antojado en exceso cándidas. En otro lugar del reportaje, se nos informa que la aplicación que permite a los internautas zambullirse en la deep web «es una evolución de un proyecto de telecomunicaciones militares creado por científicos del Laboratorio de Investigación Naval de los Estados Unidos». Y la pregunta que de inmediato surge en un lector no excesivamente infestado de fábulas conspiranoicas es la siguiente: ¿cómo es posible que una aplicación que ha sido inventada, siquiera en sus fases embrionarias, con fines de espionaje militar pueda haberse desarrollado hasta resultar inexpugnable a sus propios inventores? Esto no se le ocurre ni al que asó la manteca. Resulta evidente que la deep web no solo es accesible a los servicios de inteligencia... ¡Es que ha sido creada por ellos, coño!
En cierta ocasión le pregunté a una persona dedicada a la persecución de delitos telemáticos por qué los gobiernos, en lugar de dar tanto la tabarra con la piratería, no se dedicaban a combatirla, puesto que según mi interlocutor me había aclarado existen medios tecnológicos suficientes para hacerlo. Su respuesta fue de una sinceridad brutal y expeditiva; y se podría resumir así: «Porque no les conviene. Tomemos el caso de España. ¿Cuánta gente vive del negocio editorial? Pongamos cien mil personas. Y pongamos que otras tantas que vivan del negocio discográfico y otras tantas del negocio cinematográfico. Trescientas mil en total, tirando muy por lo alto. ¿Cuánta gente hay beneficiándose de la piratería? ¿Cinco? ¿Diez millones? Pronto serán veinte o treinta. Al gobierno, a ningún gobierno le interesa contrariar a veinte millones de posibles votantes por garantizar los derechos de trescientos mil. Lo que le interesa es que los veinte millones puedan descargarse sus películas, discos y libros gratis, para que no reparen en que su sueldo miserable no les permite pagárselos; lo que les interesa es que interné permita a una multitud alienada satisfacer sus pulsiones, da lo mismo que sean sexuales que seudoculturales; y si tales pulsiones son de naturaleza delictiva o aberrante, tampoco importa demasiado, con tal de que puedan desahogarse y quedarse tranquilitos. Es verdad que, a cambio, se fomentan nuevas formas de crimen organizado; pero tener a una tercera parte de la población bajo el umbral de la pobreza y al mismo tiempo entretenida y apaciguada, mirando películas o haciéndose pajas ante el ordenador, es algo que ningún gobierno del mundo había soñado hasta ahora. Y es un sueño que los gobiernos no quieren que termine nunca».
Y los sueños gubernativos requieren también sus cloacas, como deep web. Hasta alguien tan pretecnológico como yo se percata de que quienes aparecen como sus perseguidores frustrados son, en realidad, sus creadores y administradores satisfechos.
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