El hecho es verídico, aunque no lo parezca. Le ocurrió hace poco —el 31 de julio— a una familia norteamericana. Estaban tan tranquiltos en su casa de Nueva York, cuando llaman a la puerta. Toc, toc. A altas horas de la madrugada.
Y no, no era el lechero. ¿Os acordáis de aquella canción de María del Mar Bonet (Què volen aquesta gent que truqen de matinada? ¿Qué quieren ésos que llaman de madrugada?)? La cantábamos —quienes tengáis edad— en los años sesenta y setenta con el alma en vilo y los mecheros encendidos. ¡Tan bonito, tan tierno! ¡Criaturas! Pues eso. Era la bofia.
“¡Venga, de pie, corriendo de pie! ¡Fuera de la cama! ¡Encended los ordenadores!” El crimen parecía terrible. Los indicios, más que graves. Seis policías, ceñudo el rostro, hosca la mirada, se pusieron a buscar como locos por toda la casa. Por las habitaciones, por el jardín, por el garaje. Revolvieron todos los libros de la biblioteca (¡ojo, tú, que ésos parecen cultos!). Pero no encontraron nada.
“¡La bomba!”, gritaron de pronto los defensores del orden y la libertad. “¿Dónde habéis metido la bomba? ¿Y la mochila? ¿Y la olla exprés?”. “¿Qué bomba, qué mochila, qué olla exprés?”, respondieron aterrados los otros.
Les explicaron que no tenían ninguna olla exprés, que no les gustaban, que no les interesaban. Todo lo que tenían era un trasto para cocer el arroz. Ah, y una receta especial para preparar el quinoa, esta especie de cereal que tanto les gusta a los americanos. “¡Miren, aquí tienen la receta! ¿Les preparamos un poco?”. Esas cosas, en fin.
Se quedaron los polis con un palmo de narices. No encontraron nada. Y con razón. Todo lo que había pasado —y no es broma, se lo juramos: la información proviene de agencias de prensa internacionales— era que aquella buena gente había tecleado dos palabras malditas en Google: “mochila” y “olla exprés”.
Y el Ojo, claro, se había enterado. El Ojo democrático y americano.