“Aquellos que atacan a nuestros actuales dirigentes, les fortalecen. Quienes les dejan solos, los entregan al suicidio. Es parte del servicio al futuro abandonar el presente a su propia suerte” (Friedrich Hielscher 1902-1990)
Escribo estas líneas, casi para mi propio consumo, para dar respuesta a una pregunta que no deja de rondarme últimamente en la cabeza. La cuestión la podría formular más o menos así: ante la actual situación de crisis múltiple (económica, política, institucional, moral, de valores y de liderazgo), ¿cuál es la postura adecuada de un miembro de la comunidad que se tenga por responsable, formado y comprometido? ¿Debe participar en la res publica, aceptando las reglas del “juego democrático” (términos vacíos que utilizo conscientemente), tratando de aportar sentido común y colaborar en la construcción de una alternativa capaz de desplazar a la desastrosa clase dirigente actual?
La respuesta políticamente correcta debería ser un rotundo Sí, basado en dos líneas argumentales: una positiva y la otra negativa. La positiva consistiría básicamente en recordar que el ciudadano responsable, formado y comprometido debe poner sus talentos al servicio del bien común, plasmado en una voluntad general que lo formula, alcanzándose tan loable objetivo a través del comportamiento racional de gobernantes y gobernados. La línea argumental negativa sería que, de no hacerlo, estaría dejando el camino libre a los incapaces o, peor aún, a los antisistema. Luego, porque existen mecanismos para acuñar y alcanzar el bien común a través de la participación democrática y porque, de no hacerlo, otros peores lo harán por él, el ciudadano responsable, formado y comprometido, debe ser sujeto activo del “juego democrático” (términos que empleo de nuevo conscientemente, aunque con un poco más de ironía).
Creo que no desvelo ningún misterio (vista la frase de Hielscher con la que encabezo este texto) si digo que mi postura es precisamente la contraria: la mejor manera de demostrar nuestra responsabilidad, formación y compromiso es no participando.
Me podría extender en la mucha y excelente literatura existente que pone de relieve las carencias, limitaciones y contradicciones del sistema democrático (Carl Schmidt, Joseph Schumpeter…), pero no me quiero detener ahí, porque mi intención no es criticar el supuesto valor de participar en un juego tramposo necesitado de profundas transformaciones, sino reivindicar el valor extremo de no hacerlo. Manos a la obra.
La Historia no es lineal, no es un constante y anodino recorrido ascendente en pos de un progreso ilimitado. El devenir de la humanidad es un proceso complejo, hecho de avances y estancamientos y hasta de fases de retroceso. No hay un único motor –la supuesta e inexorable ansia de progreso–, sino que multitud de factores y dinámicas actúan a la vez con intensidad y dirección diferente. Dependiendo de dichas intensidad y dirección, la resultante de las fuerzas puede ser una u otra. No sé si la Historia responde al eterno retorno nietzscheano, lo que sí sé es que no es lineal. Ocurre como con las últimas aportaciones a la teoría de la evolución post darwinistas: las cantidades de cambio no son siempre las mismas en periodos de tiempo equivalentes. Dicho de otra manera, en un momento determinado puede darse una mutación que provoque un importante salto en la evolución, mientras que en otras fases, pueden darse otras mutaciones (igualmente posibles, porque todas tienen la misma posibilidad de ocurrir) que no provoquen cambios sustanciales. Con la Historia sucede lo mismo: se dan fases donde determinadas dinámicas provocan cambios descomunales (sin prejuzgar la dirección de los mismos) y otros periodos en los que, por decirlo coloquialmente, ocurren “menos cosas”.
Si tuviéramos que hacer un documental sobre hechos auténticamente relevantes acaecidos en la primera mitad del siglo XX, nos faltarían metros de película para plasmar tantos y tan importantes hechos. Solamente con las dos guerras mundiales y lo que supusieron ya tendríamos para varias horas de apasionante filmación. Sin embargo, si tuviéramos que hacer lo mismo con la segunda mitad del siglo y lo que llevamos del XXI, me temo que sólo deberíamos meter la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento del bloque comunista porque, ante acontecimientos de este calado, no creo que pintaran nada la crisis de los misiles, el flower power, el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam, la llegada del hombre a la luna, la operación Tormenta del Desierto o el desarrollo de la informática y las comunicaciones.
Desde la caída del muro de Berlín, hemos entrado en una fase anodina, dominada por un romo y alicorto pensamiento único, en la que casi todo lo trascendental puede ser sacrificado en el altar de la tolerancia y la corrección. No hay ideas, no hay objetivos, no hay líderes, no hay valores. Me viene a la memoria la terrible frase de Aleksandr Solzhenitsyn cuando tras haber logrado salir del Gulag y pisar el mundo libre nos espetó a la cara a todos su “vengo de un mundo en el que no se puede decir nada a otro, en el que se puede decir todo, pero nada vale para nada.”
Si aplicáramos este razonamiento a nuestro microcosmos –España–, cabría decir que desde la Transición (mutación que produce un elevado quanto de evolución) nos encontramos en la misma fase de manifiesto estancamiento… o de franco retroceso.
Desde la óptica de una dinámica de superación y engrandecimiento de nuestras comunidades, de nuestra especie humana, nos ha tocado vivir un prolongado tiempo muerto, un tiempo perdido. Por eso la misión de los hombres responsables, formados y comprometidos no puede ser participar en esta historia (con minúscula) para apuntalar un sistema inútil prolongando así la noche de los tiempos perdidos. No se puede desperdiciar el talento, empequeñecer las mentes y despojase de valores para pasar por el ojo de la aguja. Como dijo Georg Quabbe, “nuestra doctrina no se ajusta bien a una época como ésta, en la que los cultos quieren argumentos rápidamente comprensibles y las masas sensaciones”. El único compromiso posible, la única manera responsable de inyectar valor al tiempo perdido es preservar (casi cual monjes de los monasterios de la alta Edad Media) el conjunto de valores, creencias, conocimientos, cultura e instituciones que conforman nuestras raíces y dan sentido a nuestra existencia. No se nos puede obligar a elegir (siguiendo a Armin Mohler) entre el Gulag y la Mafia para demostrar nuestro compromiso. Esto no es ser responsable, sino cómplice.
Y termino, como un pequeño homenaje a Dominique Venner, ese grandísimo pensador que ayer nos conmocionó a todos tomando la escalofriante decisión de quitarse la vida sacrificándose ante el altar mayor de Notre-Dame para sacudir las conciencias anestesiadas, con unas palabra suyas tomadas de su libro Europa y su destino y que expresan de maravilla la esencia que debemos preservar: “La larga historia de los europeos muestra eclipses y renacimientos constantes bajo nuevas apariencias. Desde Homero, el deseo de autonomía personal asociado al espíritu de responsabilidad, el amor a la vida y el desprecio a la muerte, la percepción de lo bueno a través de lo bello, la benevolencia sin sensiblería, la certeza de que la sabiduría pasa por el conocimiento, el sentimiento de que toda desmesura es un peligro […], éstas son unas particularidades que han realzado siempre a los mejores europeos.” Y, un poco más adelante, nos da la clave de todo lo que es nuestra responsabilidad: preservar “la naturaleza como base, la excelencia como objetivo y la belleza como horizonte.”
Si lo hacemos, estaremos dotando de verdadero valor al tiempo perdido. Y si perseveramos sin desfallecer, hasta conseguiremos que, pronto, deje de serlo.