En uno de sus más incisivos escolios, Nicolás Gómez Dávila escribe lo siguiente: «En la teoría democrática, pueblo significa “populus”; en la práctica democrática, pueblo significa “plebs”».
La experiencia nos muestra que los elegidos por elección popular o sufragio universal pertenecen a los estratos intelectuales y morales más bajos de la sociedad.
Echando un vistazo al panorama político actual en España, lo arriba expuesto queda confirmado punto por punto.
Cada cuatro años, el hombre-masa marcha confiado a depositar un papel en una urna de cristal, creyéndose partícipe imprescindible de algo único y especial.
«¡El pueblo ha hablado!», exclaman, con voz engolada, los politicastros. Y el rebaño, satisfecho, vuelve al redil a pacer tranquilamente hasta la próxima vez.“Esclavos felices de la libertad” los ha llamado acertadamente Javier Ruiz Portella en su ensayo del mismo nombre.
De vez en cuando, como reacción inútil, una muchedumbre aspaventera y desgreñada ocupa calles y plazas lanzando proclamas de lo más peregrinas: “¡Democracia real!”, gritan unos. «Más democracia!», berrean otros. Populacho consumido por un cáncer que, con gran tino, el pensador y político español Gonzalo Fernández de la Mora definió como “envidia igualitaria”. Desconocen que la igualdad no es un derecho, sino un privilegio que el hombre debe ganarse con su valía y esfuerzo. Portella, en la obra mencionada anteriormente, señala: «La desigualdad se halla inscrita en la naturaleza misma de las cosas. Desigualdad entre lo grande y lo mediocre, entre lo noble y lo vil, entre lo que nos eleva y lo que nos rebaja. Y desigualdad, por tanto, entre los hombres. Desiguales en todo: en inteligencia y en estupidez, en bondad y en maldad, en sensibilidad y en insensibilidad, en fuerza y en flaqueza. […] Desigual, por tanto, tiene que ser también la condición humana. Lo contrario sería la más inicua de las injusticias.»
La Tradición nos enseña que la impostada y artificial división de poderes en la democracia parlamentaria y sus esclerotizadas instituciones deben ser sustituidas por estructuras vivas y orgánicas. Estructuras fuertemente jerarquizadas en las que el poder decisorio recaiga en manos de una élite rectora y aristocrática. Otra vez el propio Portella nos aclara la cuestión: «Hacen falta unas élites socialmente constituidas, arraigadas como núcleo públicamente dirigente, rector. Hacen falta unas élites que, asumiendo tanto simbólica como realmente su función de élites, cumplan con su deber, enseñen el camino, den ejemplo.»
Una élite aristocrática real, «evoliana» (como la que reivindicaba Julius Evola), podríamos definirla. Que no viene dada por la casualidad genética sino por la voluntad. No es una forma de vida, es un «estilo» que eleva el espíritu del hombre por encima de la mediocridad circundante. Una lucha constante con el objetivo de evitar nuestra caída en las simas más profundas de la desesperación y la vulgaridad.
Sólo de esta forma conseguiremos salir del negro abismo en el que nos encontramos y en el que España, agotada y exhausta, se consume irremediablemente.