He recibido el aviso de que en el programa El Gran Debate, de Telecinco, hubo hace unos días un rifirrafe organizado entre taurinos y «animalistas». Se encontraban entre los primeros Carmen Tomás, el torero Soro y Fernando Sánchez Dragó; entre los segundos, Jorge Verstrynge, Silvia Tortosa y la irritante Pilar Rahola.
De todos ellos, por cuestiones literarias, políticas y estéticas, sólo me interesan Dragó y Verstrynge. Digo que «sólo», pero como de hecho ellos me interesan mucho, me he apresurado a ver el video. Como siempre ocurre con estas cosas, los vociferantes -fundamentalmente Rahola- acapararon el programa con proclamas más o menos moralistas, culminadas por la aparición de un tipejo con pintas de informático que representaba a Igualdad Animal, muy interesado por el «avance ético de la sociedad».
Es muy probable que de todos ellos, sólo los taurinos hayan ido a una corrida de toros. Parece que Verstrynge sí que ha ido a alguna y quizá por ello era el más tibio en la crítica. Podría pedir que, para beneficio de la integridad de los animalistas, se nieguen no ya al consumo de carne, sino a exterminar termitas, cucarachas, piojos y otros miembros de los escalones inferiores del mundo animal. Si no, podremos acusarles de hipócritas y de insecticidas, por ejemplo. A ver si es que sólo los mamíferos y las aves a partir de cierto peso tienen «derecho a la vida». En cualquier caso, yo no voy a entrar en razones, tan pendientes de la oportunidad y la agudeza de la expresión, sino en hechos, que sí son amores. Me bendice el refranero.
El pasado jueves estuve en un corrida, la octava de feria, en la Malagueta (Málaga). Toreaban Ponce, Perera y Salvador Vega. Una faena mediocre de Ponce, lustrosa pese a lo toros mansos de Perera y desastrosa de Vega, que acumuló cinco avisos y ¡veintisiete descabellos! entre los dos toros.
Según la mitología antitaurina, el aficionado a la tauromaquia es un descerebrado sediento de sangre que calma sus frustraciones viendo el sufrimiento del toro, por no pegarle a su mujer o a su gato [SIC]. ¡Eso se decía en el programa! Pues bien, Salvador Vega, precisamente por pasarse de listo, dejar al picador destrozarle el lomo al toro, dejar el estoque a medias y hacer después una masacre con el verduguillo, por todo eso, y por después tener el toro que ser apuntillado en el ruedo, en uno de los finales más vergonzosos e indignos para el sagrado toro, recibió tal tanda de abucheos, pitos e insultos que no levantará cabeza en tiempo. Cómo nos conmovíamos en los tendidos ante la violencia gratuita, ante la tortura -pues eso era- a la que estaba sometiendo al astado. Alguno ha querido llamarlo «el carnicero de Málaga», pero eso trae recuerdos de otra índole.
El público no va para calmar irreproducibles ansias escabrosas, trata con infinito respeto al toro. Que los animalistas no comprendan que la muerte está incluida en la vida, que forma parte de ella e incluso que vivir es bailar con ella, eso sí atañe a taras intelectuales y a vacío espiritual. Recojo de Savater, que no es santo de mi devoción pero a quien, merced a sus ediciones de Cioran y algunos aforismos redondos, me gusta seguir, que «en el toreo está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme». Gentes sin rito -decía Jung que acabarían esquizofrénicas-, que no comprenden el erotismo y el galanteo, la voluptuosidad sacramental del rondamiento a un animal totémico. Postcristianos sin hornear, si se quiere. El pueblo acude para un toreo como el de Belmonte, «con sentimiento y pasión de enamorado», porque se trata de una historia de amor y de muerte, de -en definitiva- una clase magistral sobre la vida. La sangre inevitable son las dimensiones del teatro.
© http://algaida.wordpress.com