Siempre me ha gustado pasear por San Bernardo, el barrio sevillano de los diestros maestrantes donde nació mi abuelo, que de torero solo tenía el miedo a los toros. Una de las tantas mañanas de sábado en la que paseaba solaz junto al mercado de Puerta de la Carne, me llamó la atención la imagen callejera, nunca antes por mí vista, de un guardacoches afeitando las caras rojas de algunos maleantes, sin techo, esperanza ni paz.
Se las apañaba muy bien aquel gorrilla cincuentón con las barbas de aquellos alcohólicos intocables, a quienes distinguía con un mandil azulón sobre el pecho, como en las mejores barberías de La Buahira, mientras permanecían sentados sobre un cajón rojo de Cervezas La Cruz del Campo. Serio como El Viti, deslizaba la cuchilla sobre la espumosa sotabarba y subía por las mejillas segando sus crines grises, hasta dejarlos como un San Luis de guapos. No entendí.
Luego me contaron que lo hacía por nada, sin que nadie se lo pidiera y sin esperar prebenda ni aprecio a cambio. A Paco (nombre supuesto de nuestro barbero de Sevilla) le parecían poco dignas en un pobre las mismas barbas canosas que consiguen guapear a los laureados George Cluny o Sean Connery. A Paco lo que menos le gustaba de la pobreza era la indignidad.
En la entrada del metro de Cuatro Caminos me asaltan dos “voluntarios” de una conocida ONG médica. Pretenden que me haga socio de su propuesta empleando todas las técnicas de venta a alta presión que un aguerrido coacher debe de haberles consignado horas antes. Finalmente me cuentan que son solo comisionistas de las suscripciones que sean capaces de colocar a los transeúntes, que no tienen contrato y que, como cualquier equipo de ventas que se precie, sí tienen unos objetivos comerciales bien marcados, incentivos, premios y toda la parafernalia motivadora de un vendedor de enciclopedias. Pobres de aquí que piden para pobres lejanos mientras sus jefes cuentan el dinero en sus despachos, y planifican su siguiente rueda de prensa.
Una famosa diva americana de las pantallas, a la que voy a nombrar, realizó una visita a un asilo de ancianos regentado por las Hermanitas de la Caridad. Lo efectuó a instancias de un asesor de imagen ansioso por mostrar a los fotógrafos el lado humano de aquellos glúteos turgentes. Al finalizar la visita, después de comprobar el trabajo descomunal, desagradable las más de las veces, que realizaban las monjas en silencio, se sintió conmovida y comentó con la superiora: “Esto no lo hacía yo ni por todo el oro del mundo”. La monja le respondió humildemente: “Nosotras tampoco”.
En otra ocasión, mientras Juan XXIII recibía a las representantes de las diversas congregaciones femeninas de la Iglesia, su asistente le iba presentando sucesivamente a las diferentes órdenes, entregándole una hojilla con el nombre y la ubicación del convento cuando la madre superiora o la abadesa se acercaba al Papa. Al llegar el turno de las Hermanitas de los Pobres, Su Santidad no tomó la hojilla y se justificó ante su asistente: “A éstas no hace falta que me las presente. Mire cómo tienen las manos”.
Estoy casi convencido de que algunas ONG (y seguro de que no todas) hacen un buen trabajo sanando y alimentando enfermos de medio mundo a través de diferentes campañas muy cacareadas por actores, actrices o estrellas del fútbol que lo mismo anuncian un yogur contra el estreñimiento o unas natillas, que posan con negros niños desnutridos tras un logotipo a todo color.
Todo no vale. No podemos permitir que los que defienden desde sus despachones a los niños del tercer mundo de la explotación, exploten a nuestros desesperanzados jóvenes en las desoladoras bocas del metro, donde comparten cartel con desdichados acordeonistas inclementes con el Aria en re de Bach y otras piezas gloriosas, y falsos tullidos de Rumanía buscando la transustanciación de la lástima en euros.
La caridad (si le suena mal la palabra es que es usted un irredento progre años 80, o hace tiempo que no pasea por los barrios bajos de moral) entraña una complejidad extraordinaria, muy distante del buenismo anunciado en TV y de efímeras campañas aquí o allá. La caridad plena exige un compromiso vital como el de Vicente Ferrer, Sor Ángela de la Cruz, la madre Teresa de Calcuta y tantos otros de los que no conocemos ni el nombre.
Las personas caritativas participan de una recompensa que es distinta del agradecimiento, la fama, el dinero o el aprecio. Lo dijo San Francisco de Asís: “Donde hay sabiduría con caridad no hay temor ni ignorancia”.