Cuando era niño, en una de los primeros televisores General Electrics que debió de venir a España mientras los americanos le pisoteaban la luna a los angustiosos poetas del régimen, pude ver una película en blanco y negro, casi muda, donde todavía los actores tintaban sus ojos con belladona, y de la que no recuerdo casi nada.
En una de las pocas escenas que pude retener, un hombre andrajoso se arrastraba por el suelo en busca de las colillas mal apuradas de los transeúntes. Luego, sacaba el tabaco de los cigarrillos pisoteados y lo juntaba en montoncitos que vendía en la calle. Era una película española donde se palpaba, fotograma a fotograma, la miseria de la posguerra.
Ayer me bajé en Atocha del AVE volador y me dirigí, presionado por la falta de nicotina, a uno de los escasos ceniceros que nos han dejado en la parada de taxis a los cuatro que seguimos fumando en este país crítico. Allí, un hombre mucho menos andrajoso que el de la película, pero igual de adusto, hurgaba en la enorme campana del cenicero en busca de los restos de los pitillos precipitadamente abandonados por los viajeros.
No era tan pequeño cuando, en el pueblo extremeño de mi infancia curiosa, los viejos atusaban tabaco de liar en papelillos trémulos cuyos bordes lamían con precisión. Siempre me fascinó cómo eran capaces de dar forma de cigarro a aquel “caldo de gallina”, áspero y negruzco, envainado sin tregua en las hojillas lábiles que asomaban de libritos rojos. Los papelillos solían ser de la marca Smoking y eleganteaban sobre las bolsas de picadura, presumiendo de prenda de valor sus depauperados propietarios, completamente ajenos al idioma de Albión en el que tan sólo significa “fumando”. Sólo los pobres fumaban aquellos canutillos leves, que prendían sobre yesca anaranjada después de varios manotazos chisporroteantes.
Muchos de mis conocidos de ahora lían hebras de tabaco casi con la misma destreza de aquellos mineros viejos y oscuros, que a estas alturas deben estar dando malvas al cementerio municipal, más por la jadeante silicosis que por las caladas despaciosas y pensativas, siempre con la boquilla pegada a los labios, que avivaban pavesas eternas en atardeceres que a mí me parecieron eternos también.
Es verdad que algunas de mis amistades se valen de artilugios cuasi medievales para dar forma a sus cigarros. Al fin es lo mismo; fuman tabaco de liar. Más barato, más entretenido, más sano (se dicen), pero tabaco de liar a la postre. Tabaco de pobres.
Lo advirtió Carl Marx: “el capital sin control convierte a ciudadanos en esclavos” (esclavos felices de la libertad, añadiría Portella). Su hermano Groucho, vestido siempre con el smoking del capital y mordiendo un cohiba bien liado, vaticinó: “partiendo de la nada, hemos alcanzado las cotas más altas de la miseria”.
Están en ello.