Y una forma que no le gusta nada al hombre de hoy...
La afición taurina me viene de antiguo, desde que era niño. Con diez u once años mis padres –sobre todo mi padre- comenzaron a llevarme a los toros, a las corridas que entonces se celebraban en Vitoria –supongo que también en otras ciudades- el día dieciocho de Julio y también a las de La Feria de La Blanca. Para mí, ese niño raro que jugaba solo porque no tenía hermanos y casi ni amigos, que inventaba el mundo a su manera y cuyo principal afán consistía en salir del tedio planeando maravillosos viajes que trazaba en un atlas, leyendo con pasión las aventuras de Tintín y algunos otros tebeos de la época, aquel espectáculo, el de los toros, con sus luces y colores, y sus héroes, me fascinó desde un principio, tanto, que provocó un auténtico arrebato a mis sentidos, convirtiéndome ipso facto y de por vida en partidario (no me atrevo a decir aficionado pues eso son palabras mayores y no todo el mundo que va a los toros lo es, ni mucho menos) de la llamada Fiesta Nacional.
La primera corrida a la que asistí, mi bautismo taurino, podría decirse, fue –como ya antes he explicado- un dieciocho de Julio de finales de los sesenta. La recuerdo como si se hubiera celebrado ayer. El cartel: José Fuentes, El Calatraveño y un jovencísimo Curro Vázquez-, los trajes de los matadores –verde y oro Fuentes y Calatraveño, purísima y plata Curro-, vestidos que brillaban como si perteneciesen a unos alienígenas venidos de alguna galaxia lejana a invadirnos o bien aenseñarnos sus costumbres. Raras costumbres, todo hay que decirlo, como corresponde a unos seres de otros mundos.
Ya en el paseíllo, mi primer paseíllo, estaba rendido a aquella magia con la que se me había obsequiado. Sonó un pasodoble, probablemente (mi memoria no llega a tanto) El Gato Montés, pues solía ser lo habitual en la plaza de Vitoria en aquellos años, y encabezando el cortejo, los enigmáticos alguacilillos, montando sendos corceles, vestiduras azabache, sombreros emplumados y un algo misterioso que entregaban al llegar al burladero presidencial. “Son las llaves de toriles” –me aclaró mi padre-. Esta confidencia, a mis nueve años, me hizo fantasear con tesoros escondidos bajo llave o con tenebrosas mazmorras donde seguramente mantendrían a buen recaudo a los malhechores, o héroes, elucubraría yo. Siguiendo a los alguaciles iban las tres cuadrillas, es decir, los matadores, subalternos, picadores. Tras estos, marchaban los monosabios, los areneros y cerrando el cortejo, el tiro de mulillas. Todos desfilaban en perfecta alineación, caminando lenta, cadenciosamente, atravesando ese sol como eclipsado en el que a medida que la corrida avanza se convierte el ruedo, sintiéndose importantes cada uno de ellos, en el papel que les correspondía interpretar aquella tarde.
También me llamó poderosamente la atención el resto de la plaza: los tendidos festivos y engalanados con banderas, nacionales, claro, los vociferantes vendedores de refrescos y los parisién (creo que es la primera y última vez que los vi en el coso, siempre deambulaban por la plaza de las calles más céntricas, pero nunca en los toros) con su chaquetilla blanca y una bandeja enorme, repleta de barquillos tapados con un plástico, que descansaba en la palma de su mano derecha y que aparecían tras la muerte de cada animal para retirarse por las bocanas cuando el siguiente morlaco estaba a punto de saltar al ruedo. Y el público, que compartía al finalizar el tercer toro, los bocadillos, o según, las fuentes de morcilla con pimientos, o bacalao a la vizcaína, o magras de jamón con tomate, y la (faltaría más) sempiterna e insustituible bota de vino (de más, menos o nula calidad, según los bolsillos) con los vecinos de localidad, fomentándose una camaradería que a mí, solitario incorregible, me resultó curiosa y hasta (por qué no) simpática.
La corrida en sí, para ser la primera, resultó variada, completísima, aleccionadora. Ocurrió casi de todo. José Fuentes, recio y elegante cortó una oreja. El Calatraveño se metió al público en el bolsillo dando docenas de reboleras, trapazos y rodillazos (a mí entonces, niño y neófito, me encandiló, me entusiasmó) y le concedieron hasta el rabo. El toro entero no se lo dieron porque no le cabía en el coche. Curro Vázquez, torero cabal, fino y artista (algunos años más tarde así lo fui confirmando), no tuvo su día. El tercero le dio una voltereta y al sexto –manso que se acunó en tablas- se lo echaron al corral. Lo que acabo de relatar es una traducción más o menos coherente de lo que a aquel niño, a finales de los sesenta, debió de parecerle la actuación de Curro: un torero cobarde que no tuvo agallas de matar al toro y salir a hombros como el compañero que le precedió. En cualquier caso, más, no se puede pedir para ser la primera vez.
A esa, mi primera tarde de toros, le siguieron, en los años consecutivos, otras decenas, en plazas, o por televisión, o a través de la radio. Y muchos libros, y revistas, y tertulias, y consultas al Cossío. Y lo que para mí es más importante, y es que los toros fueron casi el solitario enganche, punto de unión o de convergencia, entre mi padre y yo. Gracias a los toros, mi padre y yo hablábamos, nos juntábamos, discutíamos, discrepábamos o coincidíamos, íbamos a la plaza y compartíamos bota y tortilla, sustos y alegrías, recuerdos, presagios. Gracias a los toros, hacíamos cábalas, apuestas, improvisábamos, exagerábamos, nos comunicábamos. Gracias a los toros, sí, éramos un poco más padre e hijo. Gracias a los toros el dolor menguaba y nos queríamos un poco más. Gracias a los toros.
Mi padre nació en el veintidós. Vio muchos toros y muchos toreros. De estos, ninguno le enganchó tanto como Manolete. Cada vez que hablábamos de toros, o que íbamos a la plaza, Manolete, tarde o temprano, salía a colación. “Era el mejor, el mejor”, decía siempre. Sobre todo lo alababa y recordaba con nostalgia, al finalizar las corridas. Se conoce que lo que sus ojos acababan de ver, no tenía (para mi padre) color, ni punto de comparación con lo que el maestro de Córdoba hubiera sido capaz de realizarle a aquellos astados.
Yo, rebelde, quisquilloso y un poco hereje a los gustos taurinos de mi padre, le replicaba que cómo podía gustarle un tío que se plantaba como un pasmarote en el albero y que lo único que hacía era torear de perfil y de carril, así pasara por los faldones de su muleta, un ejemplar de Miura, o el Talgo procedente de la estación de Chamartín, sin exponerse. Y mi padre: “Es que no le has visto torear”. Y yo: “Le he visto en películas. Y también a Pepe Luis, que le daba mil vueltas a tu Manolete. Aquello sí que era torear, cargando la suerte, y con gracia, con pellizco.” “No digo que fuera malo”, replicaba mi padre, “pero a Manolete le servían casi todos los toros, en cambio a Pepe Luis... Quien sí era buenísimo era su hermano Manolo. Citaba a los toros con la zurda y de frente. Era un fenómeno”. “Dejad de discutir ya, que siempre estáis con lo mismo”, terciaba mi madre, a la que en el fondo le encantaban aquellos inofensivos piques, porque sabía que nos unían. Pero en ese momento ya nos habíamos reconciliado al hilo de Manolo Vázquez, que sí, verdaderamente era un gran torero. Y es que los aficionados a los toros, al final, terminan entendiéndose.
Mi padre estuvo presente en la última corrida de Manolete en Vitoria, unos veinte días antes de que el toro Islero lo matara en Linares. Cuando recordaba aquella fecha, mi padre se ponía serio. “Es la única vez que no le vi triunfar. Estaba como ido. No sé, algo le pasaba, como si albergara el presentimiento de que pronto iba a morir”, arguía mi padre. Algo de razón debía de tener, porque cuando se cumplieron los sesenta años de la muerte de Manolete, en una tertulia que escuché en una radio, abundaban los conferenciantes en lo mismo: que en el último mes, Manolete estaba desconocido, serio, raro, sin sitio, como si hubiera perdido la afición.
Ay. Sí, mi padre era de Manolete, y del iconoclasta Arruza, y del recio y dominador Domingo Ortega (aquí coincido plenamente con él, el Paleto de Borox fue el maestro del temple, dormía a los toros y a los aficionados los transportaba, como a Babia, tal era su magnetismo) y más adelante del pobre, Julio Robles (que final tan triste tuvo), y también (aunque nunca haya querido reconocerlo) de El Cordobés. Solía contar mi madre, entre risas, que a mitad de los sesenta, en fiestas de Vitoria, un día ella y yo, que tendría cuatro o cinco años, habíamos ido a buscar a mi padre a la plaza, al término de la corrida. A mitad de camino, en el corazón de Vitoria, en la calle de Dato, mi madre vio a un individuo con una blusa de fiestas y una chapela enorme que lo llevaban a hombros, y se dijo: “cómo es que llevan a un gitano a hombros”. Cuando nos encontramos con mi padre, que estaba exultante, aclaró el entuerto. No era un gitano, era El Cordobés, que hacía su debut en Vitoria y que había hecho cosas en el ruedo que él nunca había visto. “Es el torero más valiente de todos los tiempos” cuenta mi madre que mi padre dijo. Pero él siempre negó que le gustara El Cordobés.
Yo comencé a entender los toros, cuando la generación de los Paco Camino, El Viti, Diego Puerta, incluso Luis Miguel Dominguín, daban sus últimos coletazos. A quien no llegué a ver en directo (bien que lo) fue a Antonio Ordóñez. En esos primeros años, como es lógico, a mí me gustaban los toreros muy activos, los que se dejaban ver, los que (a primera vista) daban el callo en el ruedo, lo cual, por otro lado es muy meritorio. Recuerdo aquellas corridas en las que la terna la componían toreros banderilleros. Por ejemplo, me viene a la mente una que tiene ya sus años: Ángel Teruel, Paquirri y Paco Alcalde. Visto desde la distancia de los años, aquello era un horror, tres tíos convidándose los rehiletes, ahora pones tú, te sigo yo, después aquél... Qué follón, qué antinaturales y envarados eran aquellos intercambios de banderillas. Muy distintos son (o eran, porque ya casi nadie los instrumenta) los quites, que se hacen motu propio y que consiguen que el espectáculo gane enteros y que se fomente la rivalidad, a veces el reproche y acaso el cabreo del maestro al que le corresponde la lidia y que siente que le están “robando la cartera”. Los quites (hoy en día administrados con cuentagotas) además del consabido y exigido darte, aportan sal y pimienta al festejo.
Poco a poco, tarde a tarde, feria a feria, mis gustos se fueron decantando por el toreo más clásico, más hondo, más artístico. Mi preferido al principio era Manzanares hasta que descubrí el don, el duende, la pureza, el capote brujo, el arte frágil, que parecía romperse en cada lance, en cada natural, en cada molinete belmontino, de Rafael de Paula. Luego vino Curro. Es curioso, pero del faraón de Camas no fue en la plaza donde caí rendido a su arte, sino en un programa de televisión que emitieron una Semana Santa (tal vez la del ochenta y tres) y que presentó Jesús Quintero. Creo que el título, muy apropiado para la ocasión, era “La Pasión de Curro Romero”. Qué pases, que verónicas eternas, ¡qué arte, Dios mío! Sin ejecutar piruetas ni hacer gestos descarnados. Curro toreaba con naturalidad, y el toro le acompañaba. Curro y el toro, el toro y Curro se fundían en uno sólo, como la flecha y el arquero. Ni el triunfo ni los trofeos importaban. Importaba tan sólo el momento eterno y sutil del embroque del toro en la muleta, inspirar, y de la salida del animal del engaño, espirar, transmutando la suerte en meditación. Desde aquel día (y hasta la fecha, supongo que hasta la muerte) engrosé las filas (a mi aire, en solitario, anónimo, sin carnet ni filiación, sin pretensiones, sin ná) de ese grupo extenso y fiel que se ha denominado de “los curristas”. La verdad es que yo, en una plaza no le vi triunfar rotundamente a Curro. Una vez, en Málaga, estuvo bien, pero no llegó a “meditar”. Curro era así, yin y yan. O bien lo inundaban de romero, la gloria, o llovían almohadillas, la debacle. Ni lo uno ni lo otro le afectaba demasiado. Lo mismo bailaba el chotis en una baldosa (lo hizo una tarde en Nimes. Sin moverse, se limitaba a adelantar la pierna, ora la derecha en los redondos, ora la izquierda en los naturales, dibujando una de las faenas más completas que yo he visto nunca, aunque no en directo, sino en televisión, que no es los mismos, pero a falta de pan…) que se desencajaba, huía al costado y asestaba torticeros espadazos (Curro puñales, dijo en cierta ocasión de él, el gran Joaquín Vidal) a sus oponentes. Parecía Dios, siendo humano, parecía humano y era Dios.
Mi padre, que me recordaba, en esos quites verbales (y benditos, cuántos los echo ahora en falta) que solíamos tener, las tardes plomizas del camero, sí tuvo la fortuna de ver el embrujo de Curro. Fue el año en el que tomó la alternativa, el cincuenta y nueve. Llegó a Vitoria, instrumentó diez o doces pases (no más) eternos, de esos que perduran por siempre, en las retinas de los que tuvieron la suerte de presenciarlo, le dieron las dos orejas y le pusieron la boina más grande del mundo (como el propio Curro así lo contó en las memorias que Antonio Burgos le escribió). Curro en sus comienzos jugueteaba en esos terrenos peligrosos en los que casi nadie se mete. En esas zonas rojas que hoy parecen coto exclusivo de José Tomás. Curro lo hacía, pretendía que todos los toros le sirviesen, sin dejar de hacer su toreo, y triunfaba casi siempre. Y cuando no, cornalón. Y de esa guisa, varios años. Triunfos y cornadas y luego más cornadas que triunfos, hasta que un año sólo hubo cornadas graves cada vez que pisaba un albero. Ese fue el punto de inflexión de Curro. “Haré el “toreo sólo cuando el toro lo permita”. De esta manera nació el yin y el yan de Curro Romero, valiente y cobarde, fuerte y débil, genio siempre.
Cuanto más crecía mi afición más me interesaba por el elemento fundamental de la fiesta, el toro. Y comencé a distinguir (con más o menos pericia) y a entender sus comportamientos, de nobleza o cobardía, de gallardía, de fiereza, sus reacciones, lógicas o imprevisibles, sus terrenos, su mundo, porque los toros constituyen un universo propio. Y logré ver la lidia desde dos puntos de vista diferentes pero complementarios, el del toro y el del torero, y a valorar lo que éste hacía en función de lo que aquél planteaba y a emocionarme no sólo por una tanda de pases, sino por un toro bravo que acometía y que luchaba hasta el fin, incansable, dando una lección de pundonor, cualidad que en los humanos, como tantas otras, comienza a convertirse en una rareza. Fui evolucionando de ser más bien torerista a ser torista, pasé de lo superficial a lo profundo.
Tengo más recuerdos, miles de ellos, más toreros, toros carismáticos, tardes inolvidables, detalles… y casi todos, compartidos al alimón con mi padre, con aquél que me inoculó en vena la afición por este arte. Podría continuar escribiendo (no descarto hacerlo) para exponer y agradecer lo que los toros, hoy tan vilipendiados, tan perseguidos, tan ignorados, han significado en mi vida. Los toros no son espectáculo (que también) o pasatiempo. Los toros son una manera de vivir, de entender y de explicar el mundo, los toros tienen un lenguaje propio. Los toros son rito, fuerza, valor, riesgo, superación, purificación. Y es, en cierto modo aquella idea romántica que con tanta gracia y picardía recitaba Juncal a las mujeres para tratar de llevárselas al huerto: eso de que el mundo entero gira alrededor de los toros; “los arquitectos existen para construir plazas de toros, los sastres para confeccionar vestidos de torear, los médicos para curar a los toreros…” y que terminaba sentenciando: “los poetas para cantar a los toreros y las mujeres… para querer a los toreros.”
Que en una corrida hay dolor y sufrimiento es innegable, pero también los hay en todos los ámbitos de la vida, en las relaciones personales, en el trabajo y en el amor. Que algunas cosas podrían cambiar en el mundo de los toros, puede ser, aunque mejor sería que no lo hicieran nunca. No todo en ellos es perfecto, tampoco lo es, insisto, en la vida. Pero sobre todo, para mí, los toros son mi infancia, junto a mi padre, son mis recuerdos más alegres, junto a mi padre, son el color, la pasión, el juego, la discusión, la unión, junto a mi padre. Los toros, para mí, son, algo que ya no es: mi padre y yo juntos.