El pasado día 11 se c umplía el sexto aniversarsario del mayor atentado criminal sufrido en España. Un atentado del que todavía se ignora todo tanto sobre sus móviles como sobre sus auténticos promotores. Lo único que está claro es a quien benefició el crimen... Es, pues, un buen momento para recordar, desde la rememoración personal de lo que fueron algunas de sus victimas, lo sucedido en aquel trágico día.
Conocía personalmente a varias de las víctimas y de los afectados del 11-M previamente al atentado. Presumo que en un mundo dominado por las prisas, la superficialidad y el individualismo, las historias personales pasan desapercibidas y apenas importan a nadie. Quizás ésta sea una de esas que no dejan indiferente.
Juan Pablo Morís, vecino de toda la vida del portal de al lado de mi casa en Alcalá de Henares. Un chico “sano” y pacífico, sin maldad alguna. Era uno de los habituales de la parroquia de San Diego, donde hicimos la confirmación más o menos en la misma época. Mi padre, tras tres días seguidos en el IFEMA identificando cadáveres, juntando todo el valor que pudo en aquellos momentos, subió a la casa de sus padres para entregarles en mano algunos efectos personales de su hijo asesinado. Desde aquel día, su padre, Gabriel Morís, no ha dejado de luchar ni un segundo contra todo y contra todos, en una carrera desaforada por descubrir quiénes y por qué mataron a su hijo. En esta lucha se ha topado con el muro inquebrantable de los políticos de medio pelo, periodistas oportunistas, policías mercenarios, jueces injustos y, lo que es peor, el olvido y la zancadilla continua de quienes buscaban su descrédito personal como forma de desacreditar a la creciente masa de negacionistas de la versión oficial de lo sucedido el 11-M. Solo Dios sabe las presiones a las que esta familia ha estado sometida, y sin embargo, hemos podido ver a Gabriel al pie del cañón en todo momento: en las concentraciones, en el juicio, en los medios de comunicación... Chapeau por Gabriel, a quien esta entrega personal en una titánica lucha desigual ha mermado su salud hasta dejarlo en una silla de ruedas.
En el mismo portal que Juan Pablo vivía Víctor, a quien conozco desde niño debido a que compartimos nuestros orígenes y a la profesión de nuestro padre. Víctor se había comprado un piso con su novia Inés, con quien compartía múltiples proyectos e ilusiones que se desvanecieron aquella fatídica mañana de marzo.
El hermano de Víctor estudió conmigo Economía en la Universidad de Alcalá. En otra aula de la Facultad, pero en Empresariales, estudió con nosotros Laura, una chica alta, de melena castaña y ojos verdes, que llamaba la atención de todos los que hacíamos vida universitaria. La siguiente vez que la vi me quedé estremecido. La estaban entrevistando en un medio de comunicación, pero aquella chica espigada, estaba ahora postrada en una silla de ruedas, y aunque había cambiado tanto como para no reconocerla en un primer momento, aún conservaba aquella belleza que hizo que tantos nos fijáramos en ella. Unos meses más tarde me la encontré por la calle, y cuál fue mi sorpresa al comprobar que la persona que empujaba aquella silla era Gabi, su novio de antes del atentado, y el padre del hijo no nato que perdió en aquel tren. Si me había sorprendido la valentía de Laura, la entereza de Gabi me conmovió. Lo conocía desde hacía tiempo (de hecho, por casualidad, estaba con él la noche en que conoció a Laura), pero sinceramente, nunca pensé que pudiera albergar en su interior semejante calidad humana, y su entereza y vitalidad me llegaron a lo más profundo, y me hicieron reflexionar sobre lo poco que conocemos a estos héroes anónimos.
El día del atentado fue en Alcalá un día de locos: todo el mundo estaba nervioso, la gente intentaba llamar a los móviles de sus familiares y conocidos, pero los móviles no funcionaban bien, incluso hubo un aviso de bomba en la Plaza de Cervantes. Fue precisamente aquí donde se organizó apresuradamente a mediodía un acto de protesta espontáneo. Unos cuantos acudimos a protestar contra los “presuntos” autores de la masacre portando pancartas y algunas banderas de España con crespones negros. No teníamos ningún ánimo oportunista, simplemente queríamos expresar nuestro dolor y rabia contenida. Sin embargo, Bartolo, el Alcalde de Alcalá del PP, no solamente obligó a la policía a que nos quitase aquellas pancartas en las que aparecían lemas explícitos contra los terroristas, sino que además le ordenó al responsable de la policía municipal (delante de nosotros) que nos quitase incluso las banderas de España que portábamos (banderas, insisto, que únicamente llevaban un crespón negro). No actuó del mismo modo con las pancartas que portaban los representantes de los sindicatos oficiales.
Luego vinieron las grandes manifestaciones, las concentraciones y los actos de protesta. Entre todo aquel aturdimiento y estupor, la estación de tren se convirtió finalmente en el lugar donde todos los vecinos de Alcalá expresaron su dolor: velas, flores, fotos, poemas, y muchas banderas de España. Así, en todas las estaciones que van desde el Corredor del Henares hasta Atocha, se produjo una catarsis colectiva que cristalizó en una especie de aras o altares colectivos donde cada cual expresó libremente sus sentimientos en forma de todo tipo de exvotos. Creo que fue algo muy positivo, como todo lo que nace de forma natural y espontánea, directamente de “la gente”, sin que esté manipulado ni dirigido por nadie. Sin embargo, un día de buenas a primeras, todas estas muestras del dolor colectivo, que ni molestaban a nadie, ni “herían sensibilidades”, se hicieron desaparecer por parte de los servicios de limpieza del Ayuntamiento.
Entiendo que la sociedad debe curar sus heridas y retomar su actividad habitual tras reponerse de semejante shock, pero hay formas y formas, y a mi me parece que lo que se quiso hacer era dar carpetazo al tema, y “no sublevar a la sociedad”. Es triste, pero para muchos tan solo fue eso, pasar página y a otra cosa mariposa, esperando que el olvido público e institucional hicieran el resto, no fuera que a la gente le diera por pensar por sí misma. Paradojas de la vida, la única mezquita (ilegal) que había en Alcalá estaba situada justo enfrente de la casa de Gabriel y Víctor.