Bolonia, que en puridad supone extender el sistema métrico decimal a las universidades, es decir, la implantación de un método homogéneo de pesos y medidas llamado a armonizar las distintas titulaciones nacionales, podría haber servido de excusa perfecta para una reflexión sobre nuestra educación superior; de detonante de un gran debate a propósito, por ejemplo, del número, el coste y la calidad de los licenciados españoles; de coartada con tal de meditar en torno al sinsentido de que aquí el porcentaje de universitarios rebase con creces al de países como Inglaterra o Alemania (el 40 por ciento de la población española de 25 a 34 años dispone de titulación superior, frente al magro 23 por ciento de Alemania ). Bolonia, en fin, debiera habernos empujado a repensar la misión de nuestra más vetusta, renqueante y endogámica fábrica de parados.
Nada de eso ha ocurrido. Al contrario. Que la atención mediática girase durante un instante hacía la Universidad apenas ha sido útil con tal de ratificar lo ya mil veces constatado: que el genuino sustituto de Marx y Lenin en el dolido corazón de la izquierda no ha sido otro que Peter Pan. Ese espectáculo tan camp, tan kitsch, el de las facultades okupadas por unos iracundos niños mimados ante la medrosa pasividad de las autoridades, igual las académicas que las políticas, es síntoma inequívoco de su profunda regresión. Y es que con ninguna otra institución se hubiera tolerado, ni de lejos, algo semejante; con ninguna, salvo con la Universidad, claro.
Inconsolable huérfana de sujeto revolucionario por culpa de unos obreros adictos a las incuestionables delicias de la tarjeta Visa, la izquierda decidió seguir la estela que inauguraran los fascismos en los años veinte, la de politizar el acné transformando lo que siempre había sido un mero tránsito biológico en estelar categoría social. Así fue como, de la noche a la mañana, la juventud se convirtió en sagrado e intocable objeto de culto de la progresía. ¡Oh, los jóvenes! Aquella enfermedad que antes se curaba con el simple paso del tiempo, elevada por obra y gracia de una delirante desorientación ideológica, a modelo de vida secular, alfa y omega de no se sabe qué plenitud ontológica.
Okupas contra Bolonia, divino tesoro.