Posiblemente esta lectura de la película, su argumento y conclusiones no sea del agrado de los "solidarios" a todo trance y a cualquier precio. Pero las causas están para servirlas y las ideas para defenderlas, tan gallardamente como Robinson Crusoe defendió los principios morales de la civilización en la tierra bárbara de su naufragio.
El éxito en taquilla y repercusión en los medios informativos de la última película dirigida por Clint Eastwood, Gran Torino, es un ejemplo confortador de que no todo está perdido en la industria del cine norteamericano. El efecto Woody Allen, que viene a ser como Almodóvar en España aunque con más glamour intelectual, menos amarillo en la ropa interior y no tanta obsesión por las mujeres descangalladas como por las jovencitas ávidas de triunfo al lado del portentoso neoyokino —véase el caso del Óscar de Penélope Cruz—, se contrarresta de vez en cuando, en el panorama del cine USA, con entregas como la de Eastwood. Un guión muy astuto, unos actores solventes y una interpretación por supuesto magistral del extraordinario ex alcalde de Carmel, convierten a esta película en una obra singularmente valiosa dados los tiempos que corren.
Me he referido en primer lugar al guión como elemento decisivo en el mérito de este film porque, a través de él, Clint Eastwood manifiesta una inusual inteligencia para demostrar —con escasos medios técnicos, sin apenas efectos especiales y un presupuesto reducidísimo— que se puede hacer cine sugerente para todo el mundo y, he aquí el prodigio: convencer a cada espectador, sea cual sea su santiscario, de que ha visto la película que deseaba ver y, además, sus ideas sobre el mundo y la sociedad que habitamos han salido reforzadas, autorizadas nada menos que por un genio del cine contemporáneo como es el otrora duro, implacable y un poco fachorro Jarry el Sucio.
En efecto, hay una lectura buenista de la película que cualquier espectador de conciencia escrupulosa tomará como inmediato mensaje de la misma. Resumen: un viudo huraño y solitario, amargado porque cometió barbaridades en la guerra de Corea, bastante racista pues no aguanta a sus vecinos orientales, acaba comprendiéndolos, ayudándolos, involucrándose en sus vidas y siendo tan amable, tan buena persona, que al final hará el supremo sacrificio, la entrega de su vida, en aras de un digno futuro para esos pobres emigrantes. Hasta aquí, todo bien, todo muy en la línea del entreguismo multicultural globalizado que distingue con adornos de fresa y mermelada la ideología oficial de los bienpensantes.
Pero hay otra lectura de Gran Torino, la que subyace en el discurso profundo de Eastwood y que casi nadie ve porque —vivir para asombrarse—, el rudo visceral, violento y vaquero de los spaguetti western’s demuestra ser mucho más inteligente, y culto, que la mayoría de sus complacidos espectadores. El guión de Gran Torino es un palimpsesto de la novela de De Foe, de principio a fin. Vamos a verlo.
Decía Joyce que Robinson Crusoe conforma una justificación inteligente y despiadada del imperio británico. Y tras Joyce, han sido muchos los estudiosos y críticos a los que no ha quedado más remedio que admitir esta dimensión ideológica de la novela que la convierte en algo más, mucho más, que un relato de aventuras. Robinson sufre un naufragio mientras se dedicaba al honroso negocio del tráfico de esclavos. De inmediato toma posesión de la isla, en la desembocadura del Orinoco, donde recalan sus huesos; y también de inmediato establece un severo orden británico a la existencia en la isla. Con un autocontrol y un espíritu emprendedor admirables en un náufrago solitario, organiza la vida en aquellos remotos lugares, su hogar, el calendario, las provisiones, el trabajo cotidiano. En su afanosidad, convierte su reducto en una especie de mansión inglesa donde sólo le faltaba tomar el té a las cinco en punto acompañado del loro. Salva a Viernes, el salvaje bueno, de las tribus caníbales, y lo convierte en su sirviente, como no podía ser de otra manera. En su compañía viajan hasta la isla donde habita la tribu de Viernes, también salvajes buenos —no confundir con buenos salvajes—; combaten a los caníbales perversos, y ya restablecida la justicia del hombre civilizado, regresan a Europa, viajan de Lisboa a Madrid, de allí a Pamplona, de la capital Navarra a París —por el camino, Robinson se entretiene en cazar un oso—, y definitivamente, desde París emprenden viaje de retorno a Londres, donde Robinson, siempre acompañado por el ya cristianizado y civilizado Viernes, alcanzará lo que no pudo conseguir De Foe durante toda su vida: éxito social y, sobre todo, el anhelado triunfo en los negocios. Final feliz.
Gran Torino posee exactamente la misma estructura argumental, aunque la vibrante historia de un viejo reaccionario apesadumbrado por la insolencia de la inmigración, las pandillas callejeras, la violencia y la muerte, camuflen con su tono de duro relato urbano testimonial esta mímesis en el discurso narrativo.
Walt Kowalski, veterano de la guerra de Corea que recientemente ha perdido a su esposa, vive solo, aislado en un mundo brutalmente invadido por el desarraigo de una inmigración sin más valores que la violencia; un mundo que ha dejado de ser el suyo y al que se resiste a reconocer como legítimo. Su casa, ante cuya puerta flamea la bandera norteamericana, es su isla. Sus vecinos son las tribus extrañas, belicosas. Por una serie de circunstancias, conoce al buen salvaje, su Viernes, el joven Thao, quien sólo será verdadero amigo cuando comprenda la necesidad de integrarse por completo en la forma de vida e ideario americano. Kolwalski, generoso en el empeño, lo somete a un paciente aprendizaje que incluye —escena sublime—, la visita a la barbería, donde entre él y su amigo peluquero de ascendencia italiana enseñarán a Thao a “hablar como un hombre”, como un auténtico americano. El joven da muestras de haber aprendido la lección cuando Kowalski le hace pasar la prueba de fuego, una entrevista con el encargado de las obras donde Thao trabajará honradamente en el futuro, olvidándose de robar coches y andar por las calles en compañía de pandilleros.
La familia de Thao empieza a apreciar en grado sumo a Kowalski cuando éste los libra, momentáneamente, del acoso de una pandilla de asiáticos —los salvajes desarraigados—; son ellos, los vecinos orientales de Kowalski, quienes comprenden la necesidad insoslayable de acercamiento, de integración, y se apresuran a valorar y reconocer la superioridad del anciano representante de los valores occidentales; el primero de ellos: la prevalencia de la ley ante cualquier desmán protagonizado por los nómadas urbanos. Le llevan continuamente obsequios, delicadezas gastronómicas propias de su cocina vernácula, ofrendas de flores. Hay una escena, apabullante por lo ilustrativo, en la que Eastwood/Kowalski conversa con la hermana de Thao sobre la forma de vida en aquel barrio. Ella, como último argumento para decidirlo a que ayude a su hermano, le dice: “Usted es americano”. El viejo gruñón le responde: “Eso, ¿qué quiere decir?”. La hermana de Thao se encoge de hombros y sonríe. No hace falta explicar lo evidente.
Finalmente, y tal como se ventea a lo largo de la película, el conflicto con las pandillas se agudiza hasta extremos intolerables. Kowalski lo resuelve con un soberano golpe de autoridad moral: la manifestación de supremacía de la cultura occidental sobre la barbarie de las tribus caníbales. Se inmola en un último sacrificio para que el peso de la ley caiga sobre los delincuentes, y con tan bello gesto redime a los —ahora sí— buenos salvajes, ofreciéndoles un futuro para el que han ganado su derecho de habitación en el mismo momento en que comprendieron la necesidad de su integración en la cultura que los acoge.
Hay, durante toda la película, un diálogo extremo entre Kowalski y el sacerdote de la comunidad, empeñado en que confiese sus pecados porque así lo prometió a la difunta esposa del anciano. Una tensión dialéctica que al final converge en los objetivos de ambos, restableciendo el vínculo —el único posible, la inevitabilidad de la civilización—, entre el hombre de acción que es Kowalski y el hombre de reflexión representado por el sacerdote.
Probablemente, muy pocos espectadores de Gran Torino piensen en Robinson Crusoe, Viernes, el imperio británico y la supremacía moral y cultural de Occidente cuando salgan de ver esta película. La coda de la misma, el joven Thao conduciendo el Gran Torino del 72, coche-tesoro que representa el vigor y al mismo tiempo el disfrute de la civilización —vehículo que nadie más que su dueño hasta ese momento ha tenido permiso para manejar—, es más elocuente que cualquier argumentación al respecto. ¿Por qué Kowalski ha dejado en herencia el fabuloso automóvil a Thao? Sin duda: porque el afanoso, disciplinado muchacho, acaba por merecerlo. Kowalski podía haberlo legado a su familia, a su codiciosa y descerebrada nieta que lo anhelaba. Pero la familia de Kowalski es demasiado egoísta, acomodaticia, desertaron del barrio, descreyeron en las posibilidades de supervivencia de su forma de vida, lo dejaron rodeado por las tribus caníbales y estaban empeñados en que él también se rindiera en la lucha, internándolo en un asilo. La elección testamentaria de Kowalski es todo un mensaje, muy duro y muy aleccionador, para todos, también para los espectadores de la magistral película: el futuro pertenece a quien sepa ganarlo. A quien lo merezca.
Posiblemente esta lectura de la película, su argumento y conclusiones no sea del agrado de los “solidarios” a todo trance y a cualquier precio. Pero las causas están para servirlas y las ideas para defenderlas, tan gallardamente como Robinson Crusoe defendió los principios morales de la civilización en la tierra bárbara de su naufragio; con tanta inteligencia y decoro como el viejo Kowalski afronta la responsabilidad de ser consecuente con sus principios: el inmigrante que renuncia a integrarse y se cobija en el pandillismo y la violencia, acaba en presidio; mientras, el inmigrante sinceramente esforzado por acatar las leyes y las costumbres de su nuevo mundo, viaja hacia su porvenir a bordo del Gran Torino del 72. Con la potencia del progreso, con la seguridad de la tradición que ha aceptado como propia.