Gordos Organizados del Uruguay (GOU), una organización de personas que se identifican a partir de su condición física, se manifestó recientemente frente al Ministerio de Salud Pública, pidiendo medidas urgentes para combatir dicha enfermedad y reclamando duramente al gobierno de turno por la falta de políticas destinadas a combatir este problema. Para los manifestantes, la inacción del actual gobierno, según palabras de uno de sus representantes, “roza con delitos de lesa humanidad”.
Con seguridad, el tema generará polémicas y las puntas que se desprendan del caso se podrán abordar desde distintas variables. Pero lo que es importante es reflexionar acerca del papel que en nuestros días juega la felicidad y la desesperada ansia por conseguirla.
Las reivindicaciones del GOU no son cosa menor para el discurso de un status quo político que desde siempre ha levantado las inmaculadas banderas de la “diversidad” y la no discriminación. Todo rasgo diferenciador, sea cultural, físico o mental, debe ser un peldaño a superar, integrando a la mayor cantidad de seres bajo una misma lógica, cuyo fin último es el logro de la felicidad individual. No acceder a este maná debido a trabas y causas diferenciales, sean éstas físicas o psicológicas, se convierte en la injusticia encarnada. El ejemplo concreto de las reivindicaciones del GOU describe un escenario que incluye a otros protagonistas sociales, grupos de intereses y conglomerados resultantes de la misma filosofía implícita con raíces muy claras que valen la pena recordar.
La felicidad como fin, la economía como premisa
La búsqueda prometeica de la felicidad por parte de la modernidad ha venido obsesionando a sus mentores desde hace siglos. Esta ilusión que refleja el ansia por alcanzar la utopía, esa tendencia al quietismo superador de toda crisis, toda desemejanza generadora de conflictos, debe encarnarse bajo la política unificadora de la “integración”. De ese modo, y sólo así, la ansiada felicidad podría estar vislumbrándose al final del recorrido histórico.
Raquel Guinovart ha analizado esta promesa de carácter mesiánico, habiéndola definido como la materialización deseada de la Sociedad de la Felicidad. “La sociedad de la felicidad —sostiene Guinovart— se convierte poco a poco en una sociedad obsesionada por la angustia, perseguida por el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la vejez”.
Guinovart sostiene que en los últimos cincuenta años del siglo XX se opera una transformación que convierte a la dicha en un imperativo. La macroeconomía también habla alto. El capitalismo pasa del sistema de producción basado en el ahorro y el trabajo, al sistema de consumo, que supone gasto y despilfarro. Esta nueva estrategia integra el placer en lugar del excluirlo y lo convierte en el motor del desarrollo. La simbiosis liberal-progresista reinante en el presente, y producto directo de la convergencia posterior a la caída del bloque soviético, ha traído consigo una promesa: la de alcanzar la felicidad en base al acceso igualitario de los hombres a los bienes materiales. Todo ello sazonado en un clima de tolerancia, integración social y repudio a la discriminación en cualquier dimensión en que ésta pudiera presentarse. Si el acceso igualitario a los bienes y la voluntad humana se construyen a partir de un móvil económico, es razonable establecer como consecuencia una sociedad de la cantidad.
De la cantidad al hedonismo cabe, por cierto, una brecha tan holgada que terminan por confundirse en una única razón. Alain de Benoist reafirma esta idea al enunciar que “la subida de la obesidad en los países occidentales tiene valor de símbolo. Es toda la sociedad occidental la que ha llegado a ser obesa por bulimia de consumo y beneficio”. El consumo moderno proclama estar orientado hacia el placer de la carne, y, por ende, sus resultados no pueden ser otros que el aumento de la obesidad (la cantidad) y los problemas cardíacos como prólogo a una larga lista de disfunciones orgánicas.
La izquierda, mientras tanto, no puede permitirse la discrepancia con la denuncia establecida, pues ella ha sido parte indiscutida de tales consecuencias. Cuando se ha prometido la felicidad dentro de un marco que contempla las diferencias, éstas deben ser socorridas, más aún si lo que peligra es el mismo fin de alcanzar la felicidad. Decir no a la diferencia y silenciar sus gritos se convierte en una carga difícil de soportar; hacerlo significa cometer un crimen de lesa humanidad.
Pascal Bruckner, el eminente filósofo y novelista francés, supo establecer con claridad esa disyuntiva que hoy acorrala a una izquierda presa de su propio discurso y que en nada se distancia de los mismos valores de fondo de sus contrincantes ideológicos liberales.Señala que “ambos hablan el mismo idioma, la misma semántica, que es la lengua de la infraestructura económica […]. No olvidemos que Marx fue el más gran defensor del capitalismo en sus escritos, aun cuando quiso rebasarlo”.
La sociedad es la culpable.
El roussonianismo iluminista viene nuevamente al socorro de las reivindicaciones. La consigna harto repetida de la izquierda, según la cual toda injusticia humana es producto de la sociedad, ha llegado para pasar factura. Frente a la obesidad, el Estado debe necesariamente responsabilizarse por lo que constituye algo obviamente relativo a la responsabilidad individual. La emancipación del individuo, que siempre fue un objetivo a alcanzar, llega finalmente a materializarse, pues logró un estatuto de autonomía en el que es libre para ser feliz y será el único culpable si no lo consigue. Pero esta realidad choca paradójicamente con la demanda de una constante asistencia externa, producto de esas consignas roussonianas en las que quien padece es una víctima de agentes externos. Parafraseando a Bruckner, es el establecimiento de la consigna del “déjame en paz y ocúpate de mí”.
La idea de que El “Estado”, o la “sociedad”, son los culpables de la infelicidad que causan las decisiones irresponsables que los individuos o grupos humanos cometen no es en absoluto nada nuevo. Se repite en una cantinela constante, sofocante, que ha llegado al punto de saturación. La sociedad organizada podrá incentivar programas educativos con la intención de fomentar una dieta saludable o planes de actividad contra el sedentarismo, pero, ¿qué mas? ¿Quizás acaso, comenzar con campañas prohibitivas? No, no, no es el fin último de este tipo de reivindicaciones: detrás de estas campañas se puede observar la intención de sus promotores de ser incluidos en la lista de “discriminados positivamente”, con privilegios, cupos y demás políticas conocidas. La felicidad, parece ser “obligatoria”. Es que la modernidad tiene eso, nos sorprende con esta extraña mezcla de fomento de la irresponsabilidad individualista y la colectivización de las culpas.
El problema está lejos de no competer a la izquierda. Es la indiscutida artífice —y no la única— de una mecánica de descontento jamás satisfecho que nuevamente escapa a su control. Se debe superar el círculo vicioso de la búsqueda de una felicidad en el consumo, pues en lugar de acercarnos a ella nos alejamos cada vez más. Por el contrario, deben integrarse demandas posibles de ser contempladas en un marco de responsabilidad personal y comunitaria. Buen ejemplo de ello ha resultado ser la existencia casi centenaria de Alcohólicos Anónimos, una organización mundial que ha demostrado ser una verdadera salida a los problemas que representa el alcoholismo.
Realizando un esfuerzo de comprensión del fenómeno, Alain de Benoist sugiere que quizá el consumo moderno no se interese suficientemente por los placeres de la carne y no se preocupe bastante de la experiencia de los sentidos, estando demasiado obsesionado con una serie de productos que filtran las gratificaciones sensoriales y eróticas. Una buena parte de los bienes considerados esenciales para un elevado nivel de vida —alimentos hipercalóricos— son más anestesiantes que sensuales, más avaros que generosos. La reflexión sigue abierta.