J.J. ESPARZA
La asignatura de “Educación para la ciudadanía” representa una evidente injerencia del Estado en la formación moral y filosófica de los niños. En sí misma es directamente reprobable, porque supone que el Estado se atribuye el derecho a decidir lo que los niños deben pensar sobre cuestiones morales muy delicadas. Y en cuanto a su contenido, no puede ser más discutible, porque propone una visión del mundo francamente relativista y nihilista. Como ocurre que el derecho a la educación no es un derecho del Estado, sino un derecho de los alumnos, tutelados por sus padres, la iniciativa de Zapatero ha levantado ampollas. A lo cual ha contribuido de manera notable el torpísimo planteamiento del Gobierno, que como material de apoyo a su asignatura ofrece textos como el cómic de Nazario Alí Babá y los cuarenta maricones.
En ese contexto, asociaciones como Profesionales por la Ética y el Foro de la Familia, han propuesto que los padres hagan uso de su derecho constitucional a la objeción de conciencia ante la asignatura “Educación para la ciudadanía”. La propuesta ha corrido como la pólvora, porque ha conectado con una anchísima preocupación social. Ya hay colegios –concretamente, en la comunidad de Madrid- donde los padres han objetado en bloque. La propia Esperanza Aguirre dijo públicamente –en campaña- que, como autoridad competente en la materia, aceptaría la objeción. Y la ola iba creciendo cuando, de repente, surgió lo que nadie esperaba: voces autorizadas del ámbito eclesiástico sugirieron echar el freno. Desconcierto, zozobra, también discordia. Pero, ¿por qué?
Con la Iglesia hemos topado
En lo que concierne a la actitud de la Iglesia, ésta gravita en torno a dos posiciones. Una, doctrinal, expuesta por la Conferencia Episcopal y sus portavoces, es decididamente hostil a la nueva asignatura. “Educación para la ciudadanía” consagra una visión expresamente relativista en materia filosófica y moral, lo cual no puede sino ser combatido por la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia regenta, directa o indirectamente, centenares de centros de enseñanza en todo el país. ¿Qué consecuencias tendría para ellos adoptar una posición de hostilidad abierta hacia la nueva asignatura? Aquí es donde entra la segunda actitud, que parece mayoritaria en la Federación de Religiosos de la Enseñanza: aceptar la asignatura, pero manteniendo el derecho del centro a adaptarla a su ideario. A esta última opción no le faltan razones: después de todo, y ya que la objeción de conciencia de los padres no va a impedir que la asignatura sea obligatoria, más vale garantizarse que lo que llegue a los niños sea, al menos, una “versión adaptada”. Así, de paso, los alumnos de centros públicos cuyos padres no acepten los contenidos oficiales terminarán engrosando las listas de los centros concertados y privados, lo cual será bueno para la institución. Ahora bien, a esta postura se le reprocha no sólo su egoísmo, sino también sus nocivos efectos en el orden social: “Educación para la ciudadanía” no sólo es mala por sus contenidos, sino por el mero hecho de que se acepte que el Estado tiene potestad sobre la formación moral de los alumnos al margen de las familias. “Tragar” con la asignatura significará, al cabo, aceptar que se instale en la sociedad un mal objetivo.
¿Por qué tiene tanta importancia la actitud de la Iglesia, en éste como en otros terrenos? Porque, guste o no, el hecho es que la única fuerza social de oposición a la ideología dominante, en España, es la Iglesia católica. En un país donde lo “políticamente correcto” reina sin molestias desde hace decenios, donde el debate intelectual y social es prácticamente inexistente y donde la formación del ciudadano medio en orden a la vida pública es bastante lamentable (y eso tanto en la derecha como en la izquierda), la Iglesia mantiene una función de faro no sólo para los católicos practicantes, sino también para ese otro tipo de individuo –quizá más común- nacido de la secularización y que podríamos llamar “simpatizante sin compromiso”. Se trata, además, de una Iglesia que en los últimos años ha tomado posición ante los problemas sociales con mucha más nitidez que cualquier partido político. Por eso la actitud de la Iglesia es tan importante en un asunto que millones de padres de familia viven con visible inquietud.
La indignación del movimiento objetor ante esta ambigüedad eclesial ha sido tan palpable que, según parece, las voces que pedían “tragar” con la asignatura han enmudecido. Probablemente los movimientos continúan debajo de la mesa, pero, en la calle, la postura que se extiende es la doctrinal: “Educación para la ciudadanía” es inaceptable y no hay más que decir. Mejor así.
Ahora se plantean varias cuestiones. Una, lateral: será difícil que el movimiento social en España llegue muy lejos si una pequeña distorsión de carácter táctico en el ámbito de la Iglesia es capaz de sembrar semejante zozobra. La Iglesia es una institución muy compleja, obligada a gestionar convicciones intemporales en un entorno temporal; mezclar las dos dimensiones suele ser suicida. La otra cuestión que se plantea es más de fondo: no estamos ante un asunto que concierna sólo a los ciudadanos con convicciones religiosas, sino que afecta a toda la comunidad, porque la asignatura de “Educación para la ciudadanía” vulnera un derecho tan elemental como el de la libertad ideológica. Es realmente sorprendente que, siendo así, la oposición se esté circunscribiendo a grupos de convicciones fuertes, en vez de despertar un debate social que debería ser no sólo conveniente, sino necesario.
Respecto al derecho a objetar, esto debería quedar meridianamente claro: en materia de educación, la posición de los padres es mucho más importante que la del Estado, que, después de todo, no es más que un gestor subsidiario. Y también debe prevalecer sobre los movimientos dentro de la Iglesia, que obedecen a motivaciones distintas a las de los padres. Aquí habría que aplicar, en un contexto más noble, el viejo eslogan: nosotros parimos, nosotros decidimos. Pongámosle a las “oes” la @ de los dos sexos. Son nuestros hijos. Y eso no se toca, Zapatero.