CARLOS SEGADE/FUNDACIONBURKE.ORG
Desde que Spengler popularizó el concepto de decadencia a principios del siglo pasado, para muchos es una palabra prohibida. Su uso por parte de las ideologías totalitarias como coartada para justificar los abusos de poder sobre los que se sustentaban, ha hecho que muchos, ahora, sientan recelos a la hora de utilizarla. Además, la izquierda ha usado siempre la palabra decadencia aplicada al sistema capitalista o a la sociedad burguesa, como dos conceptos emparejados, paralelos y mutuamente necesarios. Por tanto, desde la derecha liberal, socialdemócrata o corporativa, la palabra “decadente” ha sido apartada del lenguaje político.
Sin embargo, la crítica conservadora sí se atreve a hablar de decadencia, aplicada a este lento proceso que sufre Occidente mediante el cual su moral, sus costumbres y tradiciones se diluyen en el indiferentismo.
Hace ahora treinta años, en 1978, C. Northcote Parkinson publicó The Law of Longer Life, un pormenorizado libro sobre la historia de la decadencia. Aunque este libro no ha tenido gran repercusión ni ha modificado el pensamiento moderno, sí es cierto que a la larga se ha convertido en un libro contemporáneo por su clarividencia.
Según Parkinson, la decadencia es un proceso según el cual coinciden en el tiempo una serie de fenómenos en que cada uno individualmente aporta su contribución al proceso total.
El primero de esos fenómenos es un exceso de centralización, como históricamente le ha pasado a las metrópolis de Babilonia y Roma, París y Londres. En segundo lugar, un incremento de los impuestos más allá de los límites razonables, lo cual “siempre ha sido un signo de decadencia y un preludio del desastre”. A esto se añade un tercer factor, el crecimiento de la administración de lo público, hasta tal punto que los políticos que se supone que la controlan acaban siendo controlados por ella. Es la friedmaniana “tiranía del status quo”. Es la imposibilidad de llevar a cabo reformas estructurales porque el entramado de los poderes públicos es tan complejo que impide que se vayan haciendo reformas sectoriales necesarias para la modernización u optimización de los recursos públicos.
En el cuarto lugar aparece un factor que al español actual no le sorprenderá en absoluto: la promoción de la gente más incapaz a los altos puestos de gobierno; fenómeno por el cual las nuevas ideas son un impedimento para el éxito en vez de ser su natural modo de promoción. El mérito se sustituye por la capacidad servil al poder. Es la tiranía de los serviles.
El quinto fenómeno parece la consecuencia lógica de todo lo anterior: la necesidad de un incremento del gasto público. Este factor, al juntarse al del nivel máximo de imposición por la vía de los impuestos, lleva a un incremento de la deuda pública, único modo de financiar el gasto inmediato, trasladando el problema a una generación posterior. De todos es sabido que la deuda pública es una realidad tangible en las economías socializadas, no solo por la mala administración de la cosa pública, sino por el aumento continuado de la intervención pública aun en momentos de crisis.
El último de los fenómenos que invitan a la decadencia es el buenismo, lo que Parkinson define en inglés como “liberal opinion”, una tendencia al sentimentalismo, al predominio del sentimiento sobre la razón por un lado y, por otro, un interés único por vivir en el presente.
Si pasáramos este test de decadencia a los países que conforman Occidente, seguro que muchos puntuarían bastante alto y España batiría marcas, ya que parece estar instalada en los seis factores.
Sin embargo, como apunta el título de este artículo la decadencia se alcanza en siete pasos y hemos dicho seis. Fue Rusell Kirk quien añadió a estos seis el séptimo y definitivo: el olvido de la moral. En realidad, la enmienda de Kirk a Parkinson es consecuencia del buenismo apuntado en el sexto fenómeno. Ambos fenómenos, buenismo y falta de moral van de la mano. El valor ha sustituido a la virtud. El buenismo no exige virtud, o sea, vivir uno mismo el valor, sino la “creencia” en el valor. La virtud exige compromiso, pero los psiquiatras americanos ya hablan de commitment panic syndrome, una especie de proceso depresivo en el que entra el individuo cuando se le plantea un posible compromiso, por ejemplo, la decisión de contraer matrimonio.
La crisis de la persona que estamos viviendo es una crisis de personas, de personas individuales, de muchas personas individuales. El buenismo, como es sabido, rechaza la moral porque, en su divinización del Estado, el buenista habermasiano le otorga la increíble capacidad de convertirse en legislador moral, convirtiendo en religión la mera administración del Estado.
La asunción de responsabilidades por parte del legislador es imprescindible para frenar el proceso de decadencia. Los problemas técnicos económicos son también problemas morales. Dejarle a las próximas generaciones un problema de deuda es, en el fondo, un problema moral. Entender que los mejores son los que deben estar en las más altas responsabilidades es también un problema moral. Así sucesivamente.
Ante la decadencia hace falta un desprendimiento de las ideologías, sistemas de ideas que aspiran a controlarlo todo con el único fin de ofrecer paraísos terrenales, sean estos igualitarios, mercantilistas o “democráticos”. El conservador no apuesta por la ideología porque sabe que es falsa. Es necesario que el hombre descubra su condición de persona, persona varón y persona mujer, con las implicaciones morales que esto supone; es necesario ser consciente de que los procesos históricos que nos llevan cuesta abajo se pueden invertir cuando se deja actuar a la sociedad, como conjunto de personas, a través de sus instituciones naturales con la colaboración de las estructuras e instituciones propias de la administración del Estado. Estas, necesarias pero reducidas y bajo control, al servicio de las instituciones naturales, lejos de fomentar un proceso de decadencia, ayudan a impulsar a la sociedad para que dé lo mejor de sí.