¿Cómo pudimos sobrevivir a nuestra infancia?

Mirando hacia atrás es difícil comprender cómo pudimos salir vivos los niños de la España de antes (“casposa”, “rancia”, suelen añadir): Nosotros viajábamos en coches sin cinturones de seguridad traseros, sin sillitas especiales y sin air-bag, hacíamos viajes de diez o doce horas con cinco personas en un Seiscientos y no sufríamos el síndrome de la clase turista. No tuvimos puertas con protecciones, ni frascos de medicinas con tapa a prueba de niños.

Compartir en:

Publicado en El Manifiesto (contra la muerte del espíritu y la tierra) – N.º 1 – 4.º trimestre de 2004. www.manifiesto.org.

Andábamos en bicicleta sin casco, ni protectores para rodillas o codos. Los columpios eran de metal y con esquinas en pico, y jugábamos a “lo que hace la madre hacen los hijos”; esto es, a ver quién era el más bestia.  

Pasábamos horas construyendo nuestros “vehículos” con trozos de rodamientos para bajar por las cuestas y sólo entonces descubríamos que nos habíamos olvidado de los frenos. Después de chocar con algún árbol, aprendimos a resolver el problema.

Jugábamos a “churro va” y al pañuelo, y nadie sufrió hernias ni dislocaciones vertebrales. 

Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día, y sólo volvíamos cuando se encendían las luces de la calle. Nadie podía localizarnos. Eso sí, nos buscábamos maderas en los contenedores o donde fuera y hacíamos una fogata para asar patatas y contar historias de miedo.

No había móviles. Nos rompíamos los huesos y los dientes y no había ninguna ley para castigar a los culpables. Nos abríamos la cabeza jugando a guerra de piedras y no pasaba nada, eran cosas de niños y se curaban con Mercromina y unos puntos. La mitad de los compañeros de clase tenía la barbilla rota o algún diente mellado… Tuvimos peleas en las que nos partíamos la cara unos a otros, y aprendimos a superarlo. Nadie quedaba “traumatizado”. Íbamos a clase cargados de libros y cuadernos, todo metido en una mochila que, rara vez, tenía refuerzo para los hombros y, mucho menos­­…, ¡ruedas!  

Comíamos dulces y bebíamos refrescos, pero no éramos obesos. Si acaso alguno era gordo, y punto.

Estábamos siempre al aire libre, corriendo y jugando. Compartíamos botellas de refrescos y nadie se contagio de nada. Lo único que nos contagiábamos eran los piojos en el cole. Cosa que nuestras madres arreglaban lavándonos la cabeza con vinagre caliente.  

No tuvimos Playstations, Nintendo 64, vídeojuegos, 99 canales de televisión, películas en vídeo o en DVD, sonido surround, móviles, ordenadores ni Internet, pero nos lo pasábamos de lo lindo echándonos globos llenos de agua y tirándonos por los suelos y destrozando la ropa.

Nosotros sí tuvimos amigos. Quedábamos con ellos y salíamos. O ni siquiera quedábamos, salíamos a la calle y allí nos encontrábamos y jugábamos a las chapas, al peón, a las bolas, a la lima, al rescate… —en fin, tecnología punta. 

Íbamos en bici o andando hasta casa de los amigos, y llamábamos a la puerta. ¡Imagínense!, sin pedir permiso a los padres, estábamos solos, ¡allá fuera, en el mundo cruel! ¡Sin ningún responsable! ¿Cómo lo conseguíamos? Hacíamos juegos con palos y balones de fútbol improvisados, y comíamos pipas y, aunque nos dijeron que así ocurriría, éstas nunca nos crecieron en la tripa ni tuvieron que operarnos para sacarlas. Bebíamos agua directamente del grifo de las fuentes de los parques­. ¡Agua… sin embotellar!

Íbamos a cazar lagartijas y pájaros con la “escopeta de perdigones”, antes de ser mayores de edad y sin protección de adultos, ¡Dios mío!… 

En los juegos de la escuela no todos participaban en los equipos. Los que no lo hacían tuvieron que aprender a lidiar con la decepción. Algunos alumnos no eran tan inteligentes como otros y repetían curso. ¡Qué horror, no había exámenes extra! Y lo peor de todo: no había ninguna LOGSE que anulara los aprobados y suspensos, considerando que el error “forma parte del dinamismo subyacente inherente al niño”.

Y ligábamos con las chicas persiguiéndolas para tocarles el culo y jugando a beso, verdad y atrevimiento. No ligábamos en un chat diciendo  “:) :D :P, k tal xika”. Éramos responsables de nuestras acciones y arreábamos con las consecuencias. 

No había nadie para resolver los líos en que nos podíamos meter. La idea de un padre protegiéndonos, si trasgredíamos alguna ley, era inadmisible; si acaso nos soltaban un guantazo o un zapatillazo.

Tuvimos libertad, fracaso, éxito y responsabilidad. Y aprendimos a crecer con todo ello.

Autor anónimo. Recibido en una cadena de e-mails con la siguiente indicación:

“¿Fuiste tú uno de estos niños? ¡Enhorabuena! Pásalo a otros que tuvieron la suerte de crecer como niños, antes de que los abogados y los gobiernos regulasen nuestras vidas… para nuestro propio bien. ¡Qué niños inútiles estamos educando!” * 

* Por cierto, tanto este texto como los que queráis son de libre disposición y circulación (sólo se requiere citar la procedencia). Es más, ¿queréis “hacer algo”, colaborar de algún modo, pero no sabéis cómo? ¡Lanzad, por ejemplo, numerosas cadenas de e-mails con los textos que más os hayan gustado! Escaneadlos, o id a buscar los que están reproducidos en www.manifiesto.org/revista.htm y mandadlos a vuestros amigos y conocidos.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar