Por todas partes cuerpos y más cuerpos: desnudos, ofrecidos, expuestos… Éste es el problema: “cuerpos-materia”. Todo lo contrario de la “carne”, todo lo contrario de este encuentro estremecido, ya sea conyugal o libertino, que abre a un mundo. En su lugar, la infantilización regresiva y la histerización de la sexualidad.
En su lugar, arrinconando cualquier embriaguez carnal, hombres y mujeres se buscan bajo el imperativo del humor, la seguridad material y la diversión, en tanto que, almibarada, la ternura sustituye al apasionado amor.
Pulposas bocas, sugerentes muslos, exuberantes nalgas, huecas o voluptuosas miradas, enhiestos senos tapizan publicitariamente las paredes de nuestras ciudades o el mobiliario urbano. Cada semana, numerosas revistas de sexo, o de salud, o femeninas exhiben titulares relativos a la sexualidad, al orgasmo, a incontables recetas para «seducir», «disfrutar del sexo» y obtener grandes éxitos sexuales.
Así como se supone que disfrutamos de una plenitud de «derechos» y de «democracia», así también se supone que para todos nosotros, y en primer lugar para las mujeres, se ha llegado al feliz puerto de la emancipación y la libertad sexual. Queda aparentemente lejos el tiempo en que los situacionistas denunciaban en 1967 la miseria sexual en los medios estudiantiles. La revolución sexual ha pasado por aquí, y la mediatización del sexo, su transformación en obscenidad mecánica, tienen que convencernos de que el mundo feliz en el que vivimos es también el de Eros.
El sexo degradado en un simple mecanismo de bienestar
Sin embargo, la realidad no es tan de color de rosa. ¡Curiosa sociedad, la del sexo liberado, esa sociedad en la que no deja de aumentar el consumo de psicotrópicos; en la que se incrementa la clientela de los psicólogos y sexólogos; en la que arrecia moral e ideológicamente la guerra de los sexos; en la que sigue siendo sospechosa la experiencia erótica; en la que perece el arte erótico; en la que el sexo se comprende como un simple mecanismo de bienestar; en la que la expansión del sida, su dramatización, acaba proscribiendo toda exuberancia carnal e integrando la experiencia sexual en el proceso general de objetivación técnica y mercantil.
Es cierto que desde hace más de veinte años se ha producido una revolución sexual; pero ésta no ha modificado tanto las prácticas sexuales como nuestra cultura del encuentro amoroso y erótico. Ha transformado sobre todo la relación entre el hombre y la mujer, la relación de los jóvenes con su sexualidad, así como el rostro de la familia. Nada prueba, en efecto, que se haga mucho más el amor, y de más variada manera, que en los años sesenta o que en el siglo XVIII. Heredera del siglo pasado, burgués y puritano, ¿por qué nuestra sexualidad ultramoderna sería mucho más viva que la de otros tiempos? Herodoto, Safo, Ovidio, Apuleyo, Marcial, Margarita de Navarra, Bocaccio, Brantôme, Bussy-Rabutin… atestiguan, cada uno a su manera, la vivacidad amorosa de su época: cuando las gentes intrigaban, se encontraban, fornicaban, pecaban, jubilaban. Vivían, en suma.
Emplazado bajo los auspicios de la ternura, de la normalidad higiénica y de la seducción mercantil, el sexo contemporáneo no procede de un arte de vivir ni de una cultura del espíritu. No traduce la experiencia viva de un mundo con su hondura espiritual, moral y estética. La gente cree sin duda que está más allá del bien y del mal… cuando donde está es debatiéndose más acá. La erosión del sentido que caracteriza a la sociedad occidental afecta al corazón mismo de su sexualidad. Así como el hombre y la mujer de hoy no tienen por destino afirmarse como ciudadanos a través de la temporalidad de una polis y de una historia por construir, así tampoco están destinados a crecer como seres eróticos a través del acontecimiento carnal. La carne…. He ahí lo que caracteriza ese momento y ese lugar en el que la relación sexual no puede constituir un acto disperso y parcial, sino un acontecimiento que sitúa a cada uno de sus protagonistas en una identidad y los dirige hacia un mundo.
Ya sea conyugal o libertina, la carne manifiesta el crecimiento de una existencia que, superando la pulsión, se realiza como libertad.
Ya sea conyugal o libertina, la carne manifiesta el crecimiento de una existencia que, superando la pulsión, se realiza como libertad. Ahora bien, la vivencia sexual ultramoderna, lejos de hacer señas hacia un mundo, lejos de transcribir la experiencia de una totalidad moral y espiritual, expresa muy al contrario la descomposición del sujeto encarnado, engendrado por una infantilización regresiva y una histerización de la sexualidad, así como por el descomedimiento narcisista del individualismo.
Esos factores de descomposición, por lo demás, no afectan tan sólo al vínculo sexual, sino también al social y político. Son las consecuencias lógicas de una sociedad que, enseñándole al hombre a concebirse a sí mismo como un ser de necesidades e intereses, lo entrega cada vez más al fetichismo de la mercancía y a la objetivación técnica. Como la libido se vierte ahora en la competición laboral y el consumo, el sexo no tiene que constituir el crisol de una rica intersubjetividad que se interpondría entre el individuo y el objeto mercantil. La expansión ilimitada de la economía-mundo induce ahora la desvalorización de la ley y de la simbología paternas: al carecer de semejante eje unificador, legislativo y judicial, el ser-en-común se disuelve en la inmanencia de los antojos.
Desde muchos aspectos, la sexualidad siempre ha concentrado en sí misma el espíritu y las prácticas sociales de una época; la nuestra lo refleja abundantemente, bastando ver hasta qué punto el sexo –troceado– se produce en campos de explotación comercial, mediática, técnica y política. La sexualidad actual sufre así la ingeniería del capital que, so pretexto de emancipación, la expropia del mundo de la vida (Lebenswelt) y la arroja a la ciega circulación del valor y del signo. Como en tantas otras dimensiones de nuestra existencia, la sexualidad es condenada por las fuerzas de la Técnica a su definitiva debilitación. También en el ámbito sexual está vigente nuestro destino de alienados.
Pero semejante destino no es tan sólo el fruto de una historia social y política. Abandonando sociología y psicología, dejándonos guiar por una fenomenología antropológica y moral, veremos cómo la sexualidad ultramoderna es originariamente elaborada por el trabajo del resentimiento: la civilización occidental que ha ambicionado en demasía lo verdadero, se dedica por ello a neutralizar la carne del mundo y a escamotear la intimación, a emplazarse entre Cielo y Tierra, Origen y Promesa.
Gusto, carne y sentido
La atracción que los amantes se inspiran está determinada en primer lugar por el gusto. Las cualidades que esperan el uno del otro ponen de manifiesto sus gustos y su vivencias preferentes, al tiempo que suscitan las modas por las que se expresa el sentimiento amoroso. Así es como, tradicionalmente, el amor de una mujer hacia un hombre se expresaba las más de las veces a través de la admiración. Las cualidades que una mujer esperaba encontrar en un hombre y por las cuales le admiraba eran, entre otras, las de brillantez y audacia (ideal griego), de valentía e hidalguía (ideal caballeresco), de elegancia y mordacidad (ideal libertino), de probidad y orgullo (ideal republicano), de conocimiento y trabajo (ideal burgués), de lucha y de solidaridad (ideal revolucionario). Por su parte, la atracción que un hombre experimentaba por una mujer podía pasar por la emoción del corazón, no sólo por la de los nervios; el hombre siempre se veía impresionado por cualidades como la belleza y la voluptuosidad, la gracia y la pureza, el espíritu y la astucia, la bondad y la virtud, la discreción y la entrega, el compromiso y la generosidad.
Hombre y mujer se acercaban así el uno al otro por medio de todo un patrimonio moral y estético, lleno de cualidades intersubjetivas y personales que parecen haberse esfumado de la psicología y del vocabulario ultramodernos. Caracteres y personas trataban de encontrarse;
El temple y la delicadeza, la autoridad y la amabilidad, la elegancia y la lujuria constituían un cosmos moral y estético.
el temple y la delicadeza, la autoridad y la amabilidad, la elegancia y la lujuria constituían un cosmos moral y estético, principalmente ordenado en torno a la belleza del alma y del cuerpo en cuanto vínculo carnal en el que habitaban hombres y mujeres.
En su calidad de seres-afectados, los amantes se conocían y se sentían. La sexualidad se comprendía dentro de un destino personal, de un proyecto existencial en el que estaban en juego la dignidad y la indignidad, la libertad como aceptación o como transgresión. El sexo se vivía así dentro de una tematización hermenéutica de la existencia, a la vez que se manifestaba en él el sentido de una vida interpelada por la decisión y la responsabilidad.
Lo que está en juego no es el cuerpo. Es la carne exaltada
A través de la sexualidad yo me comprometo también ante el mundo y ante el otro. Pero la palabra «sexualidad» es impropia para designar la experiencia mundana del sujeto. De lo que se trata es de la carne, de una carne que me asigna entre Cielo y Tierra, elevación y perdición, contemplación y consumación. Hay carne porque, arrojada como cuerpo entre los cuerpos, la existencia, al tener que conocer la opacidad de los elementos, se ve obligada a iluminar, dándoles una dirección, al sujeto, al mundo y al otro. La existencia es una encarnación en la que se enfrentan el Sentido y lo Oscuro, lo Enunciado y lo Enigmático. La carne es este cuerpo habitado por el sentido, esta instancia en la que se muestra en la materia y el espíritu el vínculo fundador de una persona y de una historia. Más que un cuerpo, soy una carne. Por ello, si no quiere perecer, el sexo es envuelto por la carne, y ésta me convoca como sujeto moral y erótico.
Eros es, en efecto, ese dios que nos lleva a buscar la presencia del otro. Pero si yo puedo dar muestras de gusto, es porque yo mismo estoy encarnado. Los amantes se encuentran como carne; carne contra carne, carne dentro de la carne, se buscan, se sienten como presencia encarnada. La proximidad del otro y del mundo es posibilitada por la carne que concita a la vez al espíritu y a la materia, al alma y al cuerpo. Cuando se rehúsa carne, la existencia se queda desgarrada, dividida entre retos contradictorios, entre visiones del mundo opuestas y estalladas.
El Homo sapiens es también el hombre del gusto (sapor). Conocer y buscar el bien y el mal, lo bello y lo feo, proceden ante todo de una sola y misma experiencia antepredicativa. En este sentido, las fecundas, y ya citadas, cualidades morales de la relación amorosa no hacen sino expresar el movimiento de una carne que puede anhelar tanto la altura del abismo como la plenitud o la simple linealidad del sujeto. Cuando los amantes se eligen, es que han reconocido compartir una misma dirección, por una noche o por una vida, o que uno de ellos, desgarrado entre dos direcciones, sucumbe al otro, aunque luego sufra quizás hasta la muerte para restaurar el sentido inicial quebrantado: pensemos por ejemplo en la Presidenta de Las amistades peligrosas.
Caída nocturna o redención solar, serenidad, quemadura o glaciación, mancilla o pureza: el sexo siempre es interpretado según el rasero del «gusto», es decir, de una tradición metafórica en la que el espíritu y la materia se compenetran, en que la experiencia moral es vivida como dirección, en la que, en definitiva, la existencia es aprehendida como carne. Por ello, poco es lo que se puede comprender de la sexualidad si se la desvincula de la carne. Por ello también, si no remite a los retos de la carne, el amor corre el riesgo de convertirse en una palabra huera. La seducción pone en presencia a seres encarnados y no a existencias objetivadas.
Penuria afectiva: no se busca ni belleza moral, ni tensión existencial, ni embriaguez carnal
Este largo análisis antropofenomenológico del encuentro carnal puede permitirnos ahora evaluar los actuales criterios de la seducción y el comportamiento amoroso. La acción seductora se desarrolla hoy bajo el imperativo del humor, de la seguridad material y de la diversión. Son, por cierto, las mujeres quienes buscan sobre todo tales cualidades en un hombre: que las haga reír, que salga con ellas, que les posibilite comodidad material y tranquilidad burguesa. Sin embargo, los hombres tampoco se quedan atrás en materia de prosaísmo materialista, estando simplemente su demanda más centrada en la satisfacción de la pulsión sexual.
Así resulta instructivo constatar que nadie espera del otro ni belleza moral ni cualidad espiritual, como tampoco hallar ningún profundo anhelo de embriaguez carnal. Ambos sexos se aprecian según el orden de los placeres ponderados por el dispositivo mercantil: se trata de consumirse un poco buscando un buen «equilibrio psicosexual», de relajarse juntos participando ambos en el circuito del ocio. La seducción ultramoderna está programada por una antropología de las necesidades que determinan las elecciones sentimentales de cada cual.
Frente a frente ambos, el hombre y la mujer ultramodernos se descodifican mutuamente según una tabla de los servicios que pueden prestarse el uno al otro; prestaciones sexuales, prestaciones de entretenimiento, prestaciones de seguridad (en el plano de la imagen social, del cuerpo o del yo narcísicos) constituyen los argumentos del contrato que, sin declarárselo nunca abiertamente, conciertan el hombre y la mujer que supuestamente se gustan. No son, pues, unos seres de carne que se abordan, sino unos individuos funcionales que buscan la buena conexión.
Un ambiente bueno y «simpático», una atmósfera en la que puedan «expandirse» como productores y consumidores...
El otro, concebido como un complemento funcional, gustará si trae consigo la imagen y las recetas de la felicidad. La selección de las parejas se efectúa especialmente según el ritmo y la jerarquización de las prestaciones por cumplir. ¿Qué esperan al encontrarse? ¿Compartir lo mejor y lo peor de sí mismos y de la vida? No, desde luego: esperan que su «conexión» les proporcione un ambiente bueno y «simpático», una atmósfera en la que puedan «expandirse» como productores y consumidores fuera de cualquier riesgo de compromiso.
Dentro de esta perspectiva debemos insistir en este «humor» que tanto se solicita. Se tiene que reír porque, aparte de la sobrevivencia material y financiera, nada debe tomarse en serio; cualquier dimensión moral, histórica y política de la vida intersubjetiva, o bien es ridiculizada, o bien es considerada aburrida o fútil. Es preciso desterrar cualquier sentimiento fuerte, cualquier sentimiento noble, cualquier gravedad, cualquier elaboración crítica: amenazarían con comprometer a la gente en un rumbo y una responsabilidad comunes. Ahora bien, el individuo ultramoderno está condicionado a cultivar tan sólo su pequeño ego; por ello, payasadas y jugueteos le resultan necesarios para evitar ser responsable de sí mismo y del otro, así como para abolir cualquier horizonte polémico y decisivo.
La mujer europea, que siempre ha dado el tono de las relaciones sociales, y que mediante la promesa de sus favores empujaba al hombre a la gloria, la audacia, el saber, el deber o la revuelta, se ha convertido ahora en esta occidental que lo selecciona según sus capacidades humorísticas y sus ridículos talentos de ahorrador. Pero ¿no será acaso que esta mujer, vaciada de cualquier transmisión, está expresando su zozobra al no querer aclamar otra cosa que gesticulaciones? ¿No será que al hombre sólo le queda el papel de payaso, cuando se sabe impotente para asumir la ley vertical del Padre?
Y la ternura sustituye, almibarada, al apasionado amor
A la seducción efectuada mediante el humor corresponde el amor definido por la ternura. La demanda de ternura caracteriza el vínculo amoroso de nuestra época, estando ambos sexos persuadidos de amarse cuando son cariñosos el uno con el otro. Se aman en función la de la ternura obtenida; con otras palabras, se intenta obtener gracias a la «pareja» un ambiente tierno y almibaradamente algodonoso que tranquiliza y protege. El acto carnal, por lo tanto, sólo tiene que expresar la ternura en medio de una blandengue intimidad cuyo calor hace oficio de acuerdo entre las carnes.
Lejos de constituir un encuentro con el otro, este amor centrado en la ternura traduce una vivencia profundamente infantil de la relación carnal. Como lo observa muy atinadamente Tony Anatrella, «la ternura no es el amor. La ternura es la actitud afectiva mediante la cual el niño tiene necesidad de ser protegido para vivir en seguridad Con su entorno y consigo mismo».
El acto carnal sólo tiene que expresar la ternura en medio de una blandengue intimidad.
A este respecto conviene añadir que la educación sexual en la escuela no desalienta esta tiranía de la ternura. Es cierto que instruye acerca de la «naturaleza de las cosas» y de los procesos biológicos; pero, por otra parte, proporciona estas informaciones al niño ignorando demasiado a menudo la fase de evolución de su vivencia psíquica, como si el niño pudiera asimilarlas intelectualmente al igual que un adulto; y, por otra parte, al privilegiar el aspecto naturalista, científico y médico de la sexualidad, se olvida su dimensión antropológica y simbólica, reduciéndola de tal modo a una funcionalidad parcial de un cuerpo dominado por la técnica.
Lejos de rechazar cualquier educación sexual en favor de una mojigatería oscurantista, sería mejor que, manteniendo su enfoque fisiológico, se la dotara progresivamente de sentido mediante toda una pedagogía de la relación humana. La infantilización de la sexualidad y el imperativo solipsista del cariño están esencialmente ligados a la infantilización de nuestra cultura.
Detrás de la obnubilación de la ternura, gobiernan emociones y humores caóticos. «Al estar condenada la pareja a mantenerse adolescente y sometida a lo aleatorio de la emotividad, de ello se derivan frágiles relaciones que, ante la menor dificultad, quedan disueltas en la nada.» Esta reflexión de Tony Anatrella se ve confirmada por el creciente número de divorcios y por la expansión de la familia monoparental. En la actualidad, aproximadamente uno de cada tres matrimonios corre el riesgo de acabar en divorcio, cuya iniciativa toman generalmente las mujeres.
Esta crisis de las parejas ilustra su dificultad para situarse y actuar en una temporalidad y una dirección comunes. Han creído poder repetir la atmósfera algodonosa de la ternura de los padres, y han fracasado en la confrontación de sus anhelos y de su narcisismo. El artista crea su obra en torno a un motivo, y éste le insta a abrirse y crecer como energía creativa; la pareja ultramoderna no actúa ni en pro de un linaje ni de una polis. Ni siquiera en pro de una negatividad libertaria, no dispone de ningún poderoso motivo para conjuntar los acontecimientos de su vida.
El creciente número de hogares monoparentales se deriva de esta temporalidad rota entre hombres y mujeres. Puesto que ya no hay ningún proyecto que asumir, ningún linaje que proseguir, ningún progreso transgeneracional que sostener; puesto que el dispositivo social pretende quebrantar cualquier búsqueda espiritual destinada a superarse a sí mismo, al igual que cualquier utopía social; puesto que la procreación ya sólo se la considera desde el punto de vista de la necesidad fisiológica y sentimental, los varones tienen escasos motivos para querer ser padres; y si lo son, no lo son en absoluto como palabra de axiología y de autoridad. En la esfera de las costumbres ‒y no del poder económico y científico‒, los varones saben que han perdido el poder de regular las conductas, y que esta regulación pasa en lo sucesivo por el discurso de lo femenino o de lo juvenil.
La pareja ultramoderna no actúa ni en pro de un linaje ni de una polis. Ni siquiera en pro de una negatividad libertaria,
Su valor lo experimentan en sus competencias profesionales y en las recompensas del consumo. Así pues, ya no tienen por qué molestarse con los deberes del cabeza de familia, ya no tienen por qué preocuparse de defender su autoridad ante todos; es incluso lógico que traten de deshacerse de la mujer y de sus necesidades (entre otras, del niño) a fin de dedicarse mejor a las exigencias del trabajo o de la distracción. Como la ley simbólica del Padre ya no ordena el vínculo social, los más lúcidos de los hombres no se sienten obligados a ejercerla como una competencia particular dentro del matrimonio funcional. Por lo que atañe a la mujer, al aceptar su liberación como sexo, al liberarse del cosmos masculino, sabe que su nueva soberanía reposa en la prohibición de cualquier regreso del Padre. Le resulta, pues, necesario vivir ahora en un mundo sin transmisión patrimonial y sin historia. ¿Qué experiencia del mundo le queda por vivir, fuera de cualquier tradición o de cualquier utopía? Su único bien es el fruto orgánico de su vientre, y la mujer no tiene ningún motivo de compartirlo con un hombre cuyo regreso se dedica a impedir constantemente. Por lo que atañe al niño, demasiado a menudo sólo constituye el teatro vivo del luto inconcluso del Padre y de su ley, tanto por lo que concierne a la familia como por lo que respecta al cuerpo social, ese ersatz de un mundo perdido y de un alba sin promesa.
El sexo liberado no significa la gloria de la carne, sino la fetichización mercantil y técnica del cuerpo.
Desde que todos los ideales del progreso moral y político han sido conquistados por las potencias de la economía y la técnica, la inversión del sentido causa estragos por doquier. El sexo liberado no significa la gloria de la carne, sino la fetichización mercantil y técnica del cuerpo. La sexualidad se hizo visible el día en que el sistema del «consumo dirigido» se apropió de ella como campo de explotación. En la antropología liberal y puritana del capitalismo, la verdad de las cosas reposa, en efecto, en su valor añadido, procedente de su producción por el trabajo y de su circulación como bienes mercantiles. Por consiguiente, cosas y seres no tienen derecho a reposar en el lugar que es el suyo, en el secreto de su vivencia y en la guardia de un emplazamiento identificado y comprendido como lengua, gusto, narración e historia. Tienen que ser exteriorizados y expuestos como objetos, es decir, como «material de signos que se intercambian» bajo la norma de un equivalente soberano: el dinero.
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