A pesar de que la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género lleve ya más de tres años en vigor, el número de asesinatos de mujeres no ha hecho sino aumentar: 61 muertes en 2005; 69 en 2006; 72 en 2007, según datos del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia. Las teorías más extendidas sobre las causas de la violencia contra las mujeres no encajan con las estadísticas. Las propuestas de los políticos y de distintas organizaciones civiles demuestran que ante estos datos domina la perplejidad y la confusión de ideas.
IGNACIO SANTA MARÍA/PAGINASDIGITAL.ES
Cuatro homicidios cometidos en tan sólo 24 horas provocaron la pasada semana el espanto en la opinión pública y forzaron a los partidos, embarcados en plena campaña electoral, a encarar este drama y hacer sus propuestas para combatirlo. Las propuestas de los políticos y de distintas organizaciones civiles demuestran que ante estos datos domina la perplejidad y la confusión de ideas. Ni siquiera hay consenso en darle nombre a la violencia que se practica sobre personas del entorno más inmediato: “malos tratos”, “violencia doméstica”, “violencia de género”, “violencia machista” e incluso “terrorismo machista”. Pero, sobre todo, no hay una claridad en el diagnóstico del problema, ni en la percepción de sus orígenes y causas.
Naufragio del diagnóstico progre
La teoría más extendida, difundida por la progresía dominante, es la de que la violencia contra las mujeres es la cara más feroz del machismo español tradicional, un vestigio del pasado que sigue dando mortales coletazos y que es necesario erradicar mediante la sensibilización y la formación de las nuevas generaciones. El editorial de El País del pasado jueves expresaba bien esa posición: “El problema de fondo radica en el machismo que sigue impregnando buena parte de la sociedad. Una lucha eficaz contra ese lastre implica medidas específicas de concienciación dirigidas a los jóvenes, aportando recursos a los centros educativos y poniendo en marcha campañas específicas para erradicar ideas nocivas, como el sentido de posesión sobre la pareja, y positivas como el respeto a la decisión individual del otro”.
Sin embargo, si entramos a fondo en las estadísticas de estos crímenes, nos encontramos sorpresas que la tesis del periódico del Grupo Prisa no puede explicar. Más que de una vieja lacra destinada a desaparecer, los datos nos hablan de un fenómeno, a medias antiguo, pero a medias nuevo y creciente. En la mitad de los 60 casos de homicidio ocurridos en 2007 en los que se tiene constancia de la edad del agresor, el autor era menor de 40 años y en 12 de ellos era menor de 30. Muchos de estos asesinatos fueron cometidos por veinteañeros o treintañeros que, en caso de ser españoles, han crecido en democracia, han estudiado con planes derivados de la LOGSE y han estado rodeados de mensajes que promocionan valores como la tolerancia y el respeto.
Tampoco aciertan de pleno quienes asocian este tipo de violencia a lo que llaman “modelos de familia tradicional”, ya que, de los 70 casos de muertes de 2007 en los que se conoce el tipo de vínculo entre agresor y víctima, sólo 26 se dieron en matrimonios y en 10 casos se trataba de ex cónyuges, mientras que los 34 casos restantes se produjeron en uniones de hecho o en relaciones sin formalizar.
Como vemos, es discutible que el fenómeno se pueda achacar por completo a un “machismo tradicional”, pero también lo es que sea algo típico español, ya que, de las 72 mujeres asesinadas el año pasado, 28 eran extranjeras, es decir, el 38,8% del total, mientras que el 35,7% de los agresores eran también de fuera de España. La población inmigrante está por tanto sobrerrepresentada al 300% en estas fatídicas estadísticas, lo que hace pensar que el desarraigo y la carencia de vínculos familiares y sociales pueden estar entre las causas de estas situaciones.
No es fácil encontrar estos datos, ya que nunca se publican, sólo el ya citado Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia los facilita. Se trata de cifras políticamente incorrectas que constantemente se intentan silenciar. Pero ¿cómo se puede tratar de resolver un problema sin mirarlo a la cara, sin percibirlo en sus verdaderas dimensiones, sin tratar de comprenderlo con realismo y honestidad? Estas estadísticas y el hecho de que la mayoría de las mujeres no denuncien a sus agresores y sigan en muchos casos ligados a ellos, más que de “machismo tradicional español” nos hablan de otra cosa: desarraigo, descomposición del tejido social, aislamiento, individualismo, ausencia de vínculos familiares o de verdadera amistad, violencia de las relaciones reducidas a mero utilitarismo, misteriosa capacidad de hacer el mal en los agresores y misteriosa adicción de las víctimas hacia quienes las maltratan. Y todo ello, en medio de “los desiertos de la soledad”, como llamó Benedicto XVI, nada más asumir la Cátedra de San Pedro, a uno de los peores males de las sociedades occidentales.
El esquema marxista
Si examinamos las opiniones vertidas estos días por políticos, periodistas, jueces, asociaciones de mujeres y expertos varios no encontraremos ni una línea sobre la soledad y la violencia ambiental de nuestra sociedad moderna como causas de estos crímenes. ¿Por qué? Porque a una buena parte de la izquierda, que está llevando la voz cantante en este debate, le interesa vendernos como única explicación el rancio esquema marxista aplicado a las relaciones entre hombres y mujeres. De este modo, se nos dice que la “violencia de género” forma un binomio indisoluble con la “desigualdad” entre hombres y mujeres.
En esta línea, la presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas, Ana María Pérez del Campo, acusaba estos días al Partido Popular de hipocresía: “no es de recibo que apoyen la ley contra la violencia de género y luego denuncien la ley de igualdad. Hasta que no haya igualdad, no desaparecerá la violencia machista. Son dos raíles de un problema y, si no convergen, el vagón descarrila (¿¿??)”. En términos idénticos se expresaban, en el diario Público el pasado jueves, la presidenta de honor de la Federación de Mujeres Progresistas, Enriqueta Chicano, y el psicólogo Andrés Montero, en un reportaje con un titular que lo decía todo: “Desigualdad: el campo en el que brota la violencia”. “Si entendemos y aceptamos que vivimos en una sociedad desigual en términos de género, estamos en el camino de lograr la igualdad”, sostenía Chicano en el rotativo.
Una ley problemática
Esa misma teoría sustenta la exposición de motivos de la Ley de Medidas de Protección Contra la Violencia de Género, una norma que hasta el Gobierno que la promovió considera insuficiente y admite, como lo ha hecho ya la vicepresidenta en dos ocasiones, que no ha dado los resultados esperados.
En efecto, el primer párrafo de la ley declara que “la violencia de género se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.
Con esta declaración de intenciones, no es de extrañar que, junto a numerosas medidas muy cabales y adecuadas, esta ley presente también numerosos problemas de aplicación. Entre lo mejor de la norma están todos aquellos artículos encaminados a reconocer los derechos de las víctimas a la información, asistencia jurídica gratuita, protección social y apoyo económico. También la reforma de normas procesales y la creación de nuevas instancias, como los juzgados especializados.
Pero la norma plantea conflictos. Por ejemplo, la redacción con la que, en varios de los artículos, se incrementa la sanción penal explícitamente a los agresores que sean hombres, algo que ha generado que alrededor de un centenar de jueces hayan planteado dudas al Tribunal Constitucional sobre la posible inconstitucionalidad que acarrea esta discriminación por género. Por otra parte, la suspensión de la patria potestad del supuesto agresor o de la guarda y custodia de los hijos como medida cautelar ha abierto la puerta a centenares de falsas denuncias que apenas reúnen indicios y sólo sirven para saturar los juzgados y eclipsar otros casos verdaderamente acuciantes, como en su momento advirtió la jueza decana de Barcelona, María Sanahuja.
Aunque los puntos más polémicos de la ley son los que se refieren a medidas en el ámbito educativo o en los medios de comunicación. Se establece, por ejemplo, que en el ámbito escolar se difundirán “materiales educativos que eliminen los estereotipos sexistas”, o que hay que promover la igualdad entre hombres y mujeres, y derribar mitos. ¿No será que se confunde, una vez más, igualdad con uniformidad? Es cierto que hombres y mujeres tienen los mismos derechos, pero para defenderlos no hace falta eliminar los rasgos objetivamente diferentes de su personalidad. Y, cuando se habla de promover la libertad de la mujer, ¿qué se entiende por libertad? Si libertad es sinónimo de ausencia de vínculos, en muchos casos esto la llevará a una mayor indefensión.