Jorge Soley Climent
Vamos, una estratagema no muy diferente de la que utilizó Stalin cuando, tras verificar el escaso eco entre el campesinado ruso de sus proclamas internacionalistas, echó mano de la “sagrada tierra rusa” y de las hazañas de Alexander Nevski en su lucha contra los caballeros teutónicos para encender los ánimos de ese campesinado que debía frenar el avance alemán.
¿Cuándo nace la “patria”?
El libro, por otra parte, es un ejemplo de estudio histórico serio y sistemático. Jean de Viguerie inicia su periplo intelectual en el Medievo, en el que encontramos a la “dulce Francia” en las canciones de gesta y sigue por la época de la guerra de los Cien años, en la que aparece siempre vinculada a la realeza que la ha ido gestando. La palabra patria aún no ha cuajado en la lengua vulgar y se habla de “Francia” o de “país”, reservándose la palabra patria para los tratados morales y estudios eruditos.
El siglo XVII ve aparecer un nuevo mundo y un nuevo concepto, el de “Estado”, cobra protagonismo: Luis XIV dirá en sus últimos momentos “yo me voy pero el Estado permanecerá siempre”. El siguiente paso, definitivo, será dado por los que Viguerie llama teóricos de la patria filosófica: D’Aguesseau, Montesquieu, Coyer. Son ellos quienes operan la tarea simplificadora necesaria para desencarnar la patria y transformar el antiguo patriotismo en ideología, reduciendo la patria al Estado (y posteriormente éste al régimen republicano). En este contexto es Montesquieu quien añadirá el elemento igualitario como componente esencial de la patria, lo que llevará a concluir que sólo puede existir verdadera patria en un régimen democrático, de donde se sigue que el amor a la patria y el amor a la igualdad se confunden, convirtiéndose ese patriotismo en un determinado tipo de ideología. Los vulgarizadores de esta nueva concepción no serán otros que Voltaire y Jaucourt, que prepararán el terreno para la irrupción de la patria revolucionaria, que lleva al paroxismo la anterior patria ideológica.
La patria de la Revolución
La patria que nace entre 1789 y 1791 poco tiene que ver con la continuidad histórica y quienes se llaman a sí mismo patriotas lo tienen muy claro. Es una patria que no se confunde con la Francia de la época y que se niega a verse circunscrita en el Hexágono, al contrario, tiene vocación de extensión universal. Es una patria que, por otra parte, en su intento de despojarse de todo vestigio cristiano, se inspira en el patriotismo romano. Pero la historia no se repite y el antiguo patriotismo romano vinculado a los dioses del hogar y de la ciudad se metamorfosea en un patriotismo de altares a la diosa Razón o a la misma Patria. La Antigüedad, pues, no se resucita, sino que se violenta. Eso sí, el nuevo culto es exigente y totalizante y la Asamblea nacional, el 26 de junio de 1792, ordena grabar sobre los altares de la patria dispersos por la geografía francesa el siguiente mandato: “El ciudadano nace, vive y muere por la patria”. De aquí a la “patria terrorista” hay un paso. Patria terrorista, en terminología de Viguerie, que ya anuncia Rousseau cuando afirma que “el derecho de guerra es matar al vencido”. El análisis de los diferentes himnos patrióticos revolucionarios es devastador y su ferocidad choca a nuestros oídos acostumbrados al discurso políticamente correcto. Robespierre será el hombre que enardecerá esos sentimientos, pero su caída no significará el fin de sus doctrinas. La Convención thermidoriana, en el Código civil por ella adoptado, afirmará que “el ciudadano pertenece a la patria”.
Será Napoleón quien iniciará la recurrente estratagema de bautizar como Francia la patria revolucionaria, aprovechando así para sus fines propios las energías que a priori eran contrarias a sus ambiciones. Pero será la propaganda de la guerra contra Prusia de 1870 la que, en una nueva vuelta de tuerca, teñirá el culto patriótico de tonalidades religiosas y sagradas, divinizando así a Francia. La expansión colonial de la Tercera República tendrá como principio legitimador el patriotismo ideológico que concibe a Francia como nación única llamada a extender la democracia por todo el orbe, al que se añade el principio racista en boga: en palabras de Jules Ferry, la colonización se justifica por “el derecho de las razas superiores sobre las razas inferiores”.
El singular caso de los católicos franceses
Llegados a este punto, Viguerie se aventura en terreno peligroso al abordar la relación de los católicos franceses con el patriotismo y analizar la “Union Sacrée”, el llamamiento a los católicos a defender, durante la Primera Guerra Mundial, la patria republicana que hasta ese momento les perseguía y expulsaba del país. Una lectura atenta de los textos de los artífices de esta unión nos hace descubrir su naturaleza unívoca: son los católicos quienes deben hacer frente común con el régimen, no viceversa. Poincaré se regocijará, cínicamente, de “la muerte de tantos católicos valientes lo bastante ingenuos para hacerse matar”.
No es este el lugar de hacer un juicio sobre la actitud de quienes creyeron en la palabra de los dirigentes republicanos y se sumaron a la defensa de lo que ellos creían era la Francia eterna (y aquellos dirigentes sabían que era la patria ideológica y excluyente nacida de la revolución). Destacaremos, eso sí, dos aspectos relevantes de esta obra. En primer lugar, señalar el placer con que se lee un libro de historia que pone el rigor y la atención a los documentos de la época en primer plano. El análisis pormenorizado, y recurriendo a abundantes citas, demuestra porqué Jean de Viguerie es uno de los grandes historiadores del momento. En segundo lugar, indicar que este estudio acerca de la idea de Francia y los diversos significados que puede encerrar un mismo vocablo bien podría ser de aplicación a la noción de España. ¿O es que creemos que cada vez que alguien habla de España se está refiriendo a lo mismo que nosotros entendemos significa esa palabra? La historia más reciente abunda en ejemplos que parecen sugerir lo contrario.
(Publicado en Debate Actual)