Los escolares españoles sufren una notable caída en el índice de comprensión lectora, uno de los capítulos más importantes del último informe PISA de evaluación educativa. Los niños no leen, o leen sin comprender, principalmente porque están solos. Cada vez están más necesitados de adultos que les introduzcan en la realidad y les ofrezcan una hipótesis fiable para entender su significado. En efecto, cada vez es mayor el número de niños a los que, aunque tienen padres, les falta la figura del padre como adulto que les introduce en la realidad y les ayuda a comprender su significado.
Ignacio Santa María
Una de las noticias más comentadas en días pasados fue la del varapalo que se llevó España en el último informe PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos) de la OCDE, basado en las pruebas practicadas a 400.000 estudiantes de 15 años en varios países desarrollados. Nuestro país protagoniza la mayor caída en la prueba de comprensión lectora de los últimos tres años y se sitúa en 461 puntos cuando la media de los países de la OCDE es de 492.
La comprensión lectora es la capacidad de entender y analizar textos, por ello es valorada como un aspecto educativo básico y fundamental. Este resultado es un jarro de agua fría que se derrama sobre algunos programas y estudios que maneja el Gobierno sobre el fomento y el incremento de la lectura entre niños y adolescentes. Tal vez no sean incompatibles unos datos y otros porque, incluso si aceptamos que los chicos leen más, el informe PISA nos muestra que lo hacen sin comprender; la lectura no es para ellos un ejercicio de comprensión del mundo y su significado, sino un refugio o una huida.
Preguntado sobre el problema que revela el estudio de la OCDE, el director de la Fundación del Español Urgente, Joaquín Müller lo achacó a que los niños leen, pero leen solos. “Los padres deben implicarse más en la educación de los hijos, leer con ellos”, dice este experto. Para Muller, “la baja comprensión lectora está relacionada con el poco tiempo que les podemos dedicar”.
En efecto, cada vez es mayor el número de niños a los que, aunque tienen padres, les falta la figura del padre como adulto que les introduce en la realidad y les ayuda a comprender su significado. Así lo describe la psicóloga Vittoria Maioli Salese en el libro Padres e hijos. La relación que nos constituye (Ed. Encuentro): “El padre es la introducción en toda la realidad. Es el padre quien conoce. Al código paterno pertenece el conocimiento porque el padre debe dominar la realidad, debe construir el mundo donde crece su hijo, debe entregar el mundo al hijo, debe enseñarle y entregarle la realidad”.
Salese da un paso más e identifica la raíz de la delegación de funciones que a menudo los padres hacen en la escuela. “En nuestra sociedad se confía a la familia solamente el código materno, mientras el código paterno es extraño a la comunidad familiar. La familia se está convirtiendo únicamente en el lugar del sentimiento, de los cuidados, de las necesidades. Ha perdido todo aquel plus ligado al código paterno”, dice la psicóloga italiana.
En la escuela, tampoco
Pero los jóvenes van a la escuela y tampoco encuentran allí respuesta a su deseo de significado, porque raramente se topan con un adulto que se presente ante ellos con una propuesta, con una hipótesis, con una comprensión del mundo. Los temarios de los actuales planes de estudio son un ejemplo de esto. No hay ni siquiera criterio para distinguir lo importante de lo accesorio y entonces se ofrece una avalancha enciclopédica de datos que marean al alumno. El resultado es obvio, el aburrimiento se instala en las aulas, y con él, el desinterés y la desgana. Los profesores, que no son capaces de vencer esta desidia, se van resignando poco a poco, se abandonan al desencanto.
“Sin maestro, los alumnos no leen”, decía hace un par de años el filósofo y pedagogo Massimo Borghesi en una entrevista en La Vanguardia, y describía los contenidos que se imparten en la escuela como una “mera repetición de fríos contenidos acumulados por discutibles criterios programáticos”. La educación de nuestros días, sentenciaba Borghesi, “ha matado al maestro y está a punto de matar a los alumnos de puro aburrimiento y desmotivación”. Aunque Borghesi habla teniendo en mente la experiencia italiana, lo cierto es que pone el dedo en la llaga en una de las causas del fracaso educativo español: “Si nuestra educación no hace sentir a un estudiante el amor que sintió Dante y revivirlo en su amor de hoy por alguien... entonces, ¿qué sentido tiene Dante? ¡Dante sin vivirlo es un cadáver!”.
Si lo pensamos, para todos nosotros ha sido así, algo nos ha conmovido y se ha quedado para siempre en nuestra memoria cuando alguien, un maestro, nos ha introducido en ese conocimiento a través de cómo él lo vivía, lo sentía. Incluso las cosas que más nos pueden apasionar (la música, la literatura o el arte...) empezaron a atraparnos siempre por mediación de alguien, una persona, que ya estaba apasionado por ellas.
Menos mal que el deseo siempre permanece. Los estudiantes (y todos) tienen vivo el deseo. El deseo de encontrar un verdadero padre o maestro, alguien que sepa introducirles en la realidad, ofreciéndoles certezas y peldaños firmes por los que caminar, no inspirándoles dudas y aburrimiento.
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