Es peor un tonto que un malo, porque el primero nunca descansa. Pese a algunas discrepancias, Unamuno y Ortega acertaron en tener ambos este pensamiento que podría considerarse uno de los axiomas más potentes sobre la naturaleza humana. Lo recuerdo cada vez que los medios publican estudios relacionados con la opinión que los españoles tenemos sobre nuestros políticos. Para algunos, los políticos son “malos”, pero no en el sentido de que sean ignorantes o de que no están preparados para ostentar la responsabilidad que han asumido, sino en el de que son malas personas, personajes corruptos que han llegado a la política no para prestar un servicio a los demás, sino por mero afán personal o para enriquecerse. Una vez un amigo me contó que, por motivos empresariales, se reunió con el presidente de una diputación, el cual le hizo saber que cuando se metió en política ya era rico, pero que después “lo era todavía más”. Obviamente, la sutileza no era la virtud más llamativa de este personaje. Otros españoles consideran que muchos políticos son “tontos del culo”, auténticos cretinos, incapaces de sobrevivir en otro lugar que no sea un partido político (donde lo que se prima ni es la inteligencia ni la valía personal, sino el vasallaje al líder). Se ha escrito mucho sobre el PP a propósito del caso Álvarez de Toledo; sin embargo, pienso que a casi todos los partidos se les debería aplicar la admonición evangélica y que “sólo el que esté libre de pecado puede lanzar la primera piedra”.
No obstante, de acuerdo con los ensayos más especializados, lo que mejor cuadra a demasiados políticos nuestros no es ni la maldad ni la tontería, sino la estupidez. Según Wilde, la estupidez es el pecado por antonomasia, pues consiste en una especie de omisión voluntaria de utilizar adecuadamente los dones que la naturaleza nos ha dado. Reconozco que a la mayoría de los políticos les falta preparación y que muchos de ellos provienen de los estamentos intelectuales más bajos de la sociedad, pero hay otros que, habiendo llegado a posiciones profesionales destacadas, cuando se ven encaramados sobre determinada peana política, empiezan a cometer estupideces. No voy a citar nombres, pues estando de acuerdo con Wilde respecto de la pecaminosidad de la estupidez, conviene seguir el refrán popular y “decir el pecado, pero no el pecador”.
Imagine el lector que un médico dedica varios lustros a cultivar su reputación de epidemiólogo, llegando incluso a ser nombrado director de un importante centro administrativo, con funciones que van más allá del territorio nacional y que, habiendo sido designado por un gobierno de determinado color político, consigue que el siguiente, de signo contrario, lo mantenga en el puesto y que –a pesar de ello– se dedica a desinformar, a contradecirse constantemente y a realizar afirmaciones que son opuestas a la lex artis de su profesión. Si a ello añadimos que es un ser vanidoso que deja que la TV frivolice su imagen durante la mayor pandemia que ha sufrido el país en más de un siglo, bien podríamos decir de este sujeto que no es muy sensato.
Piense ahora en un juez brillante que, tras alcanzar destinos jurisdiccionales relevantes, realizar concienzudas instrucciones y juzgar a criminales muy peligrosos –logrando un enorme reconocimiento entre sus compañeros y ante los ciudadanos, en general– en cuanto lo nombran ministro comienza a adoptar decisiones de dudosa legalidad, que representan cuanto menos una interpretación torcida del Derecho y que está dispuesto, por seguir los dictados de su jefe, a permitir que miles de personas corran el riesgo de contagiarse de un virus en manifestaciones multitudinarias celebradas por toda España. Esta persona quizá haya olvidado que los cargos políticos no son vitalicios y que tarde o temprano deberá volver al ejercicio de su profesión y que resulta muy difícil de sanear una reputación dañada. Por tanto, también podríamos decir de este juez que su comportamiento no es muy juicioso.
Y en tercer lugar, pensemos, por ejemplo, en otro magistrado que –sin ocupar nunca un destino sobresaliente ni tener un reconocimiento profesional muy elevado– fue vocal del CGPJ y Secretario de Estado. Gracias a ello, empezó a ser conocido en los ambientes jurídicos, pero cuando llegó la ocasión en que el Jefe del Estado tuvo que presidir determinado acto en el que debía estar (de acuerdo con la Constitución que él había prometido cumplir, no sólo como ministro sino, sobre todo, como juez) admitió que el presidente del gobierno vetara su presencia y, cuando finalizó el acto, tras escuchar que el público pronunció un “¡Viva el Rey!”, no se le ocurrió otra cosa que decir: “se han pasado tres montañas”. Ciertamente, de este señor tampoco se podría aseverar que es un dechado de sentido común ni de coherencia profesional.
La estupidez humana ha motivado gruesos volúmenes repletos de situaciones en las que lo único que brilló fue la falta de cordura. Cuentan que Felipe III sufrió quemaduras mortales frente a la chimenea de su dormitorio porque los cortesanos no encontraron a tiempo a un Grande de España para que moviera el sillón real. Los resortes que hacen que el hombre discreto cometa estupideces pueden ser varios. Sin pretensión de exhaustividad, uno de ellos –del que ya he hablado– es la vanidad; sin embargo, la mayoría tiene que ver con los prejuicios y, dentro de estos últimos, con la ideología (que, en ocasiones, funciona como un prejuicio político) que no solo “ata y ciega”, sino que impide desplegar nuestro raciocinio para enfrentarnos a los problemas. Según Revel, “resulta duro vivir sin ideología”, porque ello obliga a pensar. Para Fernández de la Mora, toda ideología supone una simplificación, si bien tal simplificación, en su caso, debería estar dirigida exclusivamente hacia la masa, no a los gestores de los asuntos públicos. Por tanto, de acuerdo con estos parámetros, quizá lo que más abunda entre nuestros políticos no sea tanto la maldad ni la tontería, pues la mayoría no son malos ni tontos (en sentido estricto), sino la necedad. Coincido con Paul Tabori, cuando afirma que “la estupidez es el arma humana más letal, la más devastadora epidemia y el lujo más costoso”; sin embargo, es un lujo que no nos deberíamos permitir, menos ahora, siendo tan pobres.
Juanma Badenas es catedrático de Derecho civil de la UJI, ensayista
y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica.
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